Poeta de la oquedad y
de la síntesis
Fernando Menéndez: «En la oquedad de tu nombre»
Editorial Difácil, Valladolid,
2006
Fernando Menéndez acaba de publicar un
libro de poemas, que contiene cinco composiciones: dos que contribuyen con
nuevos poemarios, «En la oquedad de tu
nombre», que da título al conjunto, y «En
el fondo de tu mudez», a los que vienen a unirse los otros tres que ya
había publicado en libros anteriores «Fondo
blanco», «Contigo» y «Sin fondo». Habrá quien pueda leer sus
107 páginas en una hora y habrá quien no pueda cerrarlo y darlo por acabado
nunca, atrapado en el enigma de los repliegues de un contar mínimo y de un
decir máximo.
Fernando Menéndez es un profesor de
filosofía de un instituto gijonés pero tiene alma de poeta, sin remedio. Lleva
publicados más de trescientos libros de poesía, libros sintéticos, apretados,
tallados en filigrana. Viene destacando como el poeta español más importante,
seguramente, en la composición de haikús,
estrofas originarias de Japón, de tres cortísimos versos y un mínimo de
palabras, que pugnan por concentrarse al tiempo que persiguen irradiar su
máximo sentido, como podemos leer en «Plumas
de invierno» (1994): «Entre los muslos / corren aguas de mares / y saltan
versos» o en «Fondo blanco» (1994):
«Me siento / contigo / a morir en ti».
Ha de ser fácil
a un profesor de literatura hacer ver qué es un pareado, una cuaderna vía o un
soneto, pero creo yo que ha de ser bien difícil expresar en qué consiste eso
que llamamos poesía. Como en los laboratorios científicos puede hacerse un
experimento. Abramos una página al azar de su nuevo libro y leamos: «Dudo de mi
palabra / porque escribirte / no me sublima. // Dudo de mi memoria / porque
pensarte / no me compensa. // Vivo mi duda queriéndote / más que mi duda». Si
no nos dice nada, el experimento ha sido fallido: hay quien no tiene oído
musical, quien no tiene facilidad aritmética y quien no tiene sentido poético.
Pero si el poema nos llega, nos dice algo, no sólo por lo que transmite sino
porque el sentido nace del mismo modo de decirlo y porque esa expresividad
formal consigue captar un sentimiento reconocido (a veces también ambiguo, como
el sentir mismo), apresado en un fotograma emocional, que son quizás sentires
banales, comunes, cotidianos, fundamentales pero que han tenido la virtud de
ser dichos bellamente, de haber sido puestos en la voz, a través de la magia
que añade la sencillez de la palabra poética al simple decir.
La poesía de Fernando Menéndez es un diálogo en
soliloquio con la oquedad de la vida, con el amor que recubre la concavidad de
esa oquedad y con la belleza con la que anuda él ambas cosas. Y en ese
entreverar vida, amor y belleza, en realidad: oquedad, concavidad y palabra, quien
tiene la virtud de ser poeta, o quien sabe degustar la poesía, puede alcanzar
esa rara belleza que le prestan las palabras al puro sentir. Esa es la fuerza
del lenguaje, que no se acaba en el lexema, en la frase, en el discurso, porque
puede decir siempre de otro modo, decir y al decir poner al descubierto algo no
exactamente proferido sino simplemente dicho en el mismo modo de expresarlo.
Como poeta
filósofo que es, si nos vienen sones tenues de Heráclito, Heidegger, Kierkegaard, Zambrano, Nietzsche o Pascal, es muy posible que sean más que
espejismos salidos de las arenas de las palabras. Pero aun cuando él lo negara,
qué mas daría. Leemos: «Las dunas, / como los hombres, / se esconden y se
escapan / detrás de sus apareceres», y ¿no están aquí Heráclito y Heidegger a
un mismo tiempo? Pero no se trata ahora de buscar la interterritorialidad de la
poesía y la filosofía, cuestión algo erudita y, posiblemente, algo aburrida si
no se sabe de qué se está hablando. Además, la filosofía es más, en cierto
modo, como la arquitectura o la ingeniería: un saber que pretende
construir espacios, mientras que la
poesía es más como la comida y como la música: gusta o no gusta (sin olvidar
que hay paladares capaces de captar matices escondidos).
Pocas palabras,
las mínimas; textos sencillos, sentidos sugeridos en lo que se dice más que
dichos propiamente, contrastes de palabras que se contradicen en el decir y de
ahí, en paradoja, aprehensión del sentido buscado; mínimum expresivo que se desborda en un sentido diáfano o
deliberadamente ambiguo, frases claras como el agua al lado de otras que como
enigmas esconden siempre un pliegue de otra posible lectura, como éste: «Por la
sombría y seca / raíz del olivo, / dibujo la verde pauta / del corazón: / un
halo de luz y tinta». Nihilismo del vivir que descubre la belleza, belleza que
se recrea en las concavidades del amor, sentir al que finalmente sólo le queda
la palabra para captar la belleza, el único bien aprehensible, porque el amor y
la vida están yéndose siempre. Ese es el decir poético de Fernando, quien nos
ha dado en un poema su autorretrato: «No tengo dudas del verso, / de la materia
del hombre, / ni apego a la naturaleza / de la existencia: / metamorfosis del
bien y el mal; / como tampoco al juego del arte / y el dinero, / porque margino
/ la obra de la costumbre / y la mentira».
Además, como un
regalo, el libro viene ilustrado con sugestivos y existenciales dibujos de ese
gran pintor que es Kiker. Kiker,
amigo de Fernando desde el alba de la juventud, sabe muy bien que sus dibujos
se inmortalizarán entre esos versos.
SSC
18
de diciembre de 2006
Publicado en: «Poeta de la oquedad y de la
síntesis», La Nueva España,
Suplemento Cultura nº 747, pág. VII,
Oviedo, jueves, 28 de diciembre de 2006. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».
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