La
importancia de la verdad
La
ciencia como modelo de conocimiento
y su relevancia social
Ciencia
y verdad son inseparables, ¿quién lo duda? Lo que resulta mas complicado es
tener claro cuáles son los confines de la verdad: ¿verdadera ciencia,
pseudociencia o algún otro tipo de saber?
Menos
mal que este escollo nos lo aclara con brillantez la teoría del cierre
categorial de Gustavo Bueno. O, de
otro modo, Popper o Hempel y tantos
otros filósofos de la ciencia. Según Mario
Bunge («Las pseudociencias ¡vaya timo!») hay que contar entre las
pseudociencias a la astrología y la alquimia, desde luego, pero también a la
parapsicología, la caracterología, la grafología, la homeopatía y a muchas
otras.
Pero
no nos pongamos extremistas: referente a la verdad, debería tratarse de
practicar un sano antidogmatismo, por eso habría que distinguir entre
conocimientos científicos, meras técnicas (aproximativas) y franca superchería.
La
ciencia es una necesidad en el modo de vida actual, esto tampoco se duda. Por
culpa de Tales, Pitágoras, Euclides y
otros como ellos. Hoy ya no sería posible subsistir con solo técnicas o con
saberes mitopoiéticos; necesitamos la ciencia para vivir, salvo que volviéramos
a la edad del hierro.
Tan
imprescindible como el pan nos resultan la aritmética, la geometría, la
astronomía, la botánica, la química, la bioquímica, la biología, la genética,
la paleontología, la mecánica clásica y la mecánica cuántica (si tenemos tv),
todas ellas ciencias. La lista podría alargarse con decenas de disciplinas pero
llegaría un momento en que habría que ir haciendo matizaciones. Porque ¿hasta
dónde es ciencia la psicología o la economía política o la filología o la
historia?
¿Quiere
esto decir que hay ciencias nobles y ciencias plebeyas? Esta sería una mala
metáfora. Se trata, en realidad, de disciplinas que utilizan metodologías
científicas pero que obtienen, según el territorio donde trabajan, distintos
grados de verdad. Ahora bien, esta aparente manga ancha no implica que valga aducir
verdades personales aisladas o sin contexto, porque se exige un control
metodológico y de la comunidad científica.
La
verdad y la necesidad demuestran, así pues, la importancia social de la
ciencia. Por eso es decisivo aclarar si bastará con tener unos pocos
científicos especializados o si, además, sería conveniente que todo el mundo,
en general, tuviera una cierta cultura científico-filosófica.
Para
el común de los ciudadanos, votante y consumidor, ¿qué interés tiene conocer
cómo funcionan los genes? Que se aclare un poco, quizá, de los posibles
problemas éticos sobre la clonación o de las plantas transgénicas. Aunque no es
estrictamente necesario, bastará con que los políticos expliquen por alto lo
que han entendido de lo que les hayan dicho los «expertos». Será suficiente
después con votar. Además, saldría excesivamente dispendioso; aparte de inútil.
Poder
llegar a saber que los virus tienen un genoma relativamente simple y que pueden
ser fácilmente sintetizados, le compete a Margarita
Salas y a López Otín. ¡Bastante
tiene el resto con ocuparse de sus gripes!
Todavía
peor sería pretender abarcar someramente los sistemas planetarios, galaxias y
años luz, teniendo en cuenta lo vertiginosamente enorme que es todo esto. ¿Es
que alguien puede representarse un trillón de estrellas? Además, ¿de qué
serviría? ¿Qué me importa saber si el universo tiene 4004 años antes de Cristo,
como quería el obispo Ussher en 1650
según sus cálculos bíblicos, o 74.000 como escribió Buffon en el siglo XVIII, o 13.700 millones de años como han
determinado los Hawking actuales. El
colmo será si además se pretende romper el bello sentido común en el que el
espacio y el tiempo están cada uno en su sitio bien colocaditos
cosmológicamente. ¿Qué es eso de que el tiempo y el espacio no tengan
consistencia propia?, ¿a quién quieren asustar? ¡A Einstein se le dio excesiva libertad!
Para
echarse a reír imaginarse un sistema de enseñanza donde algún profesor (cuidado
con los filósofos: la mayoría verdaderos maniáticos divulgadores de las ciencias)
intente hacer comprender a los bachilleres que en la mecánica clásica sirve
pensar en cuerpos y en relaciones causa-efecto estables y predecibles, pero que
si nos situamos a escalas subatómicas, o sea, en la mecánica cuántica, las
leyes funcionan de manera distinta. Una partícula no es previsible ni se deja
localizar, por culpa de Heisenberg,
y si no fuera porque se reúnen en grupos milmillonésimos no podrían
aplicárseles los cálculos probabilísticos y continuarían siendo unos perfectos
desconocidos, por más que están ahí, en lo mas infinitesimal de todo lo que
comemos.
¿A
alguien le interesa que un fotón no pueda estarse quieto y que como los demás
«cuantos» sufra una incurable esquizofrenia al no decidirse definitivamente si
ser onda o partícula? Menos mal que Max
Planck nos tranquiliza un poco cuando nos hace saber que, a pesar de todo
su «caos», los intercambios de energía se dan respetando una constante
universal.
¿Es
útil democratizar el conocimiento científico? A la vista está. Además, pienso que
a los matemáticos, en concreto, debería vigilárselos un poco más. Un tal Cantor ha pretendido confundirnos con
los números transfinitos, como si no tuviéramos suficiente con los irracionales
y los imaginarios, ¡que bien que se vivía con los simples números naturales!, y
si había algún moroso bastaba con introducir los enteros.
SSC
14 de marzo de 2013
Publicado en: «La importancia de la verdad.
La ciencia como modelo de conocimiento y su relevancia social». La Nueva España, Suplemento Cultura nº
1000, pág. 13, Oviedo, jueves, 14 de marzo de 2013.
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