30 jun 2013

Escritos literarios 26 Narrar y moralizar



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Narrar y moralizar

En busca de la frontera del bien y del mal


Casa de verano con piscinaHerman Koch, Ed. Salamandra, Barcelona, 2012, 348 páginas.
La cenaHerman Koch, Ed. Salamandra, Barcelona, 2010, 288 páginas.


La función moral de la literatura nace con la literatura misma. Se trata de una de sus funciones esenciales; discutir si la mas importante, sería banal y ocioso.  Pero, como quiera que se mire, ocupa un lugar privativo, del que la condición humana no puede desprenderse: la zozobra de la identificación del bien y del mal.

Existe una literatura directamente moralizadora: amonestadora e inductora. Casi todas las corrientes literarias se alejan de este ángulo, porque es muy difícil que una estrategia tal, amaestradora, sea interesante. Didáctica, como mucho. De ahí que veamos profusamente que los literatos prefieran mostrar los vicios individuales, los tumores sociales, los conflictos complejos. Es la tarea de poner el espejo sobre los males y dejar que cada uno saque las consecuencias, casi siempre mas profundas que las directamente aleccionadoras e impuestas. En esta literatura, retrato de los males de su tiempo, encontramos dos variantes próximas. La novela que es directamente denuncia de un estado de depravación o corrupción. Y la que indaga las fronteras de lo que ha de entenderse por bien y por mal.
Algunas publicaciones recientes nos llevan, como signo de nuestro tiempo, a recrearnos en la preocupación por las fronteras morales. Puede verse en Michel Houellebecq («El mapa y el territorio», Anagrama, 2011), quien combina el tema de la frontera moral con la duda sobre la presunta propia identidad esencial. En R. Menéndez Salmón («Medusa», Anagrama, 2012; «La luz es más antigua que el amor», Anagrama, 2010; y «La ofensa», Anagrama, 2007), que indaga en el poder transformador de las circunstancias esenciales. En Javier Marías («Tu rostro mañana», la trilogía de Alfaguara), capaz de sumergirse en el escepticismo cínico de la multiplicidad de planos valorativos. En Eduardo Mendoza («Riña de gatos», Planeta, 2010), donde entran en lucha la razón política y la ética. En Philippe Claudel («El informe de Brodeck», Salamandra, 2008; y «Almas grises», Salamandra, 2005), especialmente potente en la denuncia de las vergüenzas históricas y en dibujar el perfil de la parte de responsabilidad que toca a los distintos protagonistas: a los sujetos aislados y su capacidad de resistencia y a las ideologías en marcha. Y en Herman Koch, que pondremos un momento bajo nuestro objetivo.

Herman Koch ha alcanzado celebridad recientemente entre su público inmediato, en especial con «La cena», Libro del Año 2009 en Holanda, y que por alguna razón ha sido traducido a veintiún idiomas. Tras «La cena» (Salamandra 2010) vino «Casa de verano con piscina» (Salamandra, 2012). Bien se ve que el autor está totalmente hipnotizado por la problemática de la primera novela cuando comprobamos que vuelve a ella en la siguiente. Casi nada esencial cambia. Un profesor se convierte en la otra historia en un médico. Un padre de familia que tiene un hijo adolescente pasa a tener dos hijas adolescentes. Los relatos varían aparentemente: uno estructurado en torno a una cena familiar, el otro girando sobre las vacaciones familiares. Pero los dos analizan el mismo problema: la patente conciencia moral encarnada en el protagonista (puede adivinarse que quizá peligrosamente generalizada), que no tiene dudas sobre los valores a defender en el estrecho ámbito ético de la familia, con los hijos muy especialmente. Pero a partir de esa frontera, los criterios valorativos se vuelven endebles, relativos, prescindibles…

De escritura espontánea y clara, sin méritos estilísticos extraordinarios que no sea la sencillez, consigue destilar un resultado global, aquilatar algo tras la mera entretenida narración. Se tiene la sensación de haber visto claramente algo invisible, a base de posar la mirada reiteradamente en el mismo lugar a lo largo del relato: el paisaje espiritual donde se ordena interiormente el bien y el mal del narrador que nos habla todo el tiempo desde sus soliloquios y sus secretos. Pero no es una imagen asertiva y limpia, sino problemática y turbia, porque al apostarse sobre sus posiciones particulares pone en vilo algunos de los principios supuestamente universales. Y, al final, uno se ve obligado a responderse a sí mismo: ¿se trata de un relativismo moral plausible como medio de supervivencia en la realidad social de hoy o se trata más bien de una degeneración típica de la condición humana?, una degeneración típica que se recrearía en el presente con tintes propios, eso sí. ¿De qué se trata? Lo diríamos, si no fuera mejor que el lector lo viera por sí mismo.

                                                                                                 SSC
                                                                                                 14 de febrero de 2013



Publicado en: «Narrar y moralizar». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 996, pág. 2,  Oviedo, jueves,  14 de febrero de 2013.

Escritos literarios 25 Menéndez Salmón y los contornos de la culpabilidad



«Medusa»: cuando aquello
a lo que miras  te mata

Ricardo Menéndez Salmón profundiza con «Medusa», su última novela,
en los contornos de la culpabilidad.

MedusaRicardo Menéndez Salmón, Editorial Seix Barral, Barcelona, 2012,  153 páginas.


«Medusa» continúa la saga narrativa anterior de Menéndez Salmón. Ensambla con gran parte de su obra precedente y especialmente con  «La ofensa» (2007) y «La luz es más antigua que el amor» (2010).

«La ofensa» se propuso recorrer esas influencias que el alma puede operar sobre el cuerpo, cuando el sufrimiento es insoportable: la transformación de un soldado alemán, sastre, en la segunda guerra mundial, cuya sensibilidad está hecha para la música y no para asumir aquella «épica» nazi. Y «La luz es más antigua que el amor» supuso el propósito de mostrar esos lugares donde el arte y la belleza pueden redimir con su sentido del resto de los sinsentidos donde nos movemos. Ahora, «Medusa» vuelve a la Alemania nazi, a un personaje, Prohasca, cineasta, pintor y fotógrafo que trabaja para aquel régimen exterminador y genocida, aunque él no ha elegido aquella guerra. Pero el horror de la guerra sí le ha elegido a él, a través de su oficio. Y su identidad quedará atrapada en esas imperativas circunstancias.
Los tres escritos funcionan narrativamente, como novela con personajes; pero, a la vez, ciertas ideas pasan a ser protagonistas, con un claro afán de reflexionar y de indagar en el problema que se va imponiendo. En el envés de lo narrado hay un esfuerzo por dar nombre a lo que pasa de verdad, innombrable, visible pero difícil de comprender. Por ello, en la lectura vamos apercibiéndonos del ensamblaje de la historia pero a un mismo tiempo experimentamos el esfuerzo por comprender algo que se nos escapa.

Menéndez Salmón nos lleva en «Medusa» por la biografía de este artista trágico: la influencia negativa de su madre en la niñez, después la experiencia nazi, la amistad con el judío Jacob Stelenski y el resto hasta su muerte en 1962. Una historia que está construida con muchos golpes de ingenio y con una trama simbólica que le da unidad. Pero no se trata solo de contar una historia posible, porque la vida de este artista alemán encierra una terrible pregunta: ¿es Prohasca culpable, por haber fotografiado y filmado el horror nazi, por haber «cooperado» a ello desde esa profesión que le vino impuesta? Y, en todo caso, ¿por qué y cuándo empezaría la culpa?

La narración y la línea de la culpabilidad que se va dibujando —línea que puede interpretarse también como inocencia— se construye problemáticamente, como es de esperar en un caso tan etéreo: su obra consistió en hacer arte del sufrimiento, mirándolo, callando y fotografiándolo; arte de la atrocidad, contemplándola, callando y filmándola.  No sabemos de parte de quien estaba, aunque se adivina que él era una víctima más y no un verdugo. Es difícil juzgarle en contra, nada sabemos de él como persona, solo conocemos su trabajo artístico, bien hecho, aséptico, mecánico, mudo… Pero es difícil juzgarle positivamente, porque su compromiso con las causas justas se va sugiriendo en sus postreros años, cuando ya es tarde para remediar el mal hecho por la guerra.

La culpabilidad posible va adquiriendo distintas intensidades, distinta musicalidad… suena diferente a medida que va avanzando la historia y vamos conociendo mejor al personaje, no tanto por lo que hizo en casos concretos sino por la obra de su vida, en conjunto.

Este anónimo sujeto sin escapatoria nos provoca, quizás, la tentación de salvarlo a través de una culpabilidad generalizada, con el «todos somos un poco culpables», pero la trama argumental no es tan simple: no se trata de entenderlo todo para que todo quede impune siempre.

En definitiva, creo que la culpabilidad se trata no solo problemáticamente sino asertivamente. Tantas atrocidades han de tener culpables. Pero ¿hasta dónde llega la culpabilidad cuando al mirar el sufrimiento de los inocentes y perseguidos vemos que mata a quien mira?

                                                             SSC
                                                             Octubre de 2012
Inédito

Escritos literarios 24 Una novela filosófica



Ricardo Menéndez Salmón: 

«La ofensa», novela filosófica

                                   Ricardo Menéndez Salmón: «La ofensa», Seix Barral, 2007.


                                                           
 La reciente, elogiada y premiada novela de Ricardo Menéndez Salmón, «La ofensa», ha de ser catalogada como novela filosófica. Decir esto puede resultar hacer un flaco favor a la obra y a su autor, pensando en el amplio público lector, puesto que puede dar a entender una idea equívoca: puede creerse que es ensayística, seria, de retórica profunda y espesa y al dictado de un lenguaje especializado. Sin embargo, nos hallamos en unas latitudes estilísticas muy diferentes. Se trata de una obra sin circunloquios, escrita en un muy claro «román paladino», construida con frases cortas y certeras, estructurada en capítulos que se leen en un suspiro, capítulos que mantienen una conexión sutil entre sí –donde consigue contarse mucho más de lo que efectivamente se escribe- y que contienen cada uno de ellos su propia unidad, como partes musicales que se fueran cerrando dentro de una obra total. El estilo línea a línea y en su conjunto queda muy definido, no hay prosa vana, tiene tono emocional, progresa en una historia con suspense «in crescendo» pero sin estridencias y, por momentos, es bellísimo. Algunos lectores amigos míos no han encajado bien el final. A mí sí me encaja, aunque quede ese sabor amargo o de perplejidad.

Todo su contenido se desarrolla al compás de la historia que se narra, la de un soldado alemán de la segunda guerra mundial, pero la historia, además de lo narrado en sí mismo, contiene una tesis de fondo, que me atrevo a defender que queda muy cuajada en el capítulo central, dedicado a reflexionar sobre el cuerpo –a modo de eje sobre el que gira toda la temática-. Es esta tesis de fondo lo que hace de esta novela algo más que pura ficción, pura recreación, pura regurgitación de datos históricos o puro bello lenguaje. Es este argumento temático que está como en la sombra, aunque visible, si se mira bien, lo que le da consistencia filosófica.

Ricardo nos plantea en este texto no sólo una honda historia humana, la del soldado que ha de vivir una guerra, sino una reflexión sobre si el cuerpo y el alma son una misma cosa, sobre si nuestras emociones e ideas son ellas mismas cuerpo o no, sobre la muerte sucesiva de varios niveles de cuerpo o ¿es quizá sobre la muerte sucesiva de varios niveles de alma? Spinoza había dejado dicho «Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo» (E, III, 2 Esc.). Menéndez Salmón entra en ese enigma y ensaya un recorrido de las líneas que contornean el cuerpo-alma.

Pero todo este tema de fondo se teje a su vez sobre otra frontera tan difícil de trazar como la anterior: la del sujeto individual y la del cuerpo social al que pertenece. ¿Qué pasa cuando nuestra sensibilidad no está provista de suficientes válvulas de escape, que nos emboten, embrutezcan o alienen como huida ante la adversidad, y cuando tenemos que cargar corpóreamente con «la ofensa» del grupo al que pertenecemos?

El protagonista, un joven sastre dotado de una extrema sensibilidad, tiene como es obvio sus propias sensaciones y elabora sus propios sentimientos y concepciones, pero estas elaboraciones contienen una pasta más densa de la que no es posible sustraerse, que es justamente, en un plano ineludible, la de ser alemán y la de no poder dejar de serlo. ¿Se trata el problema, quizás, de tener tres cuerpos: el cuerpo-orgánico, el cuerpo-alma y el cuerpo-social interconectados o, tal vez, siendo una misma cosa?

No podemos contar la historia sin comprometer el espacio de espontaneidad que toda futura lectura desea tener, pero puesto que las ideas no son siempre obvias y sólo lo son las palabras, me he atrevido aquí a contar la trama de ideas que he visto, suponiendo que pueden verse otras y suponiendo que las que yo he visto pueden ser discutibles, pero ese mismo fragor de ideas es lo que nos hace degustar el alimento intelectual, que ya no sé si va a parar al cuerpo o al alma.

  
SSC
Gijón, 4 de abril de 2007


Publicado en: «Una novela filosófica», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 763, pág. VI,  Oviedo, jueves, 19 de abril de 2007. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».

Escritos literarios 23 El aforismo, arte del pensamiento



El aforismo, arte del pensamiento


José Ramón González nos regala en «Pensar por lo breve» un profundo estudio sobre el cruce de filosofía y poema en una amplia panorámica de la última aforística española.

                                    
Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012]
José Ramón González, Ediciones Trea, Gijón, 2013,  341 páginas.

Este libro, al recorrerlo de arriba abajo o al degustarlo a saltos de capricho, nos regala una selección de cincuenta aforistas españoles, algunos de ellos literatos o filósofos bien conocidos, como Castilla del Pino, Edmundo de Ory, Sánchez Ferlosio, Eugenio Trías, Argullol, Andrés Trapiello o Fernando Menéndez, a quien va dedicado el libro.

Disfrutamos, eso es seguro, de una colección de más de tres mil aforismos escogidos desde la óptica de quien, profesor de literatura española en la Universidad de Valladolid, se consagra como un comentador y compilador de aforismos de primera magnitud. Las dudas se despejan al leer la introducción, un intenso estudio que tiene en cuenta la aforística española del siglo XX, aunque la selección se centra en lo editado en los últimos treinta años. Como era de esperar en un análisis serio, no pierde de vista que el marco general se proyecta en una profunda tradición histórica, donde el hontanar de las sentencias breves y doctrinales nos llevaría a Juan de la Cruz, Quevedo, Gracián, Cicerón o Hipócrates, y a tantos otros, y donde el ramaje que despliega nos pondría en contacto lo mismo con Nietzsche, Machado, Pessoa, Wilde o Tagore, esto es, con los filósofos que son poetas y con los poetas que filosofan.

El estudio sobre el aforismo se teje partiendo de su misma complejidad: no es fácil conocer qué normas fijan este género. José Ramón González no nos hurta las dificultades, porque, en primer lugar, hay una cierta distancia entre el aforismo clásico y el moderno: aquel basado más en una autoridad social y este, por el contrario, en una mirada subjetiva; y, además, su boscoso contorno, como vegetación exuberante, define sus fronteras borrándolas al tiempo que las entrecruza, en la proximidad de otros géneros breves como el epigrama, apotegma, máxima, sentencia, proverbio, refrán, haiku, greguería y muchos más. Esta dispersión y «confusión» no es óbice para que puedan mantenerse criterios suficientes para una taxonomía. Al final, parece que queda claro, como en la reflexión de San Agustín sobre el tiempo: «Si no me lo preguntan sé qué es, pero si me lo preguntan no lo sé», porque, al ensayar una aproximación solvente, siendo fino historiador de la literatura española, el problema no se resuelve con una explicación «rigorosa», sino más bien con el reconocimiento de una identidad hecha de mixturas y de desplazamientos.

¿El aforismo moderno?: una sutileza lacónica, discontinua, singular, fragmentaria, en contexto, instalada en la provisionalidad, que aspira a una evidencia personal aunque sea frágil... son características no exclusivas. El aforismo es un pensamiento abierto (semánticamente) que cierra (sintácticamente), y paradójicamente es también un pensamiento cerrado (en su mensaje) que abre (otros matices libres).
Seguramente por esta gran apertura del aforismo moderno, leerlos es seguramente una de las tareas intelectuales menos transitivas. Cada uno debe hacerlo a su manera. Algunos nos los apropiamos, los reconocemos como pensamientos propios, pero seguro que son distintos para cada lector; otros no puedo admitirlos totalmente y me apetecería matizarlos y aun los hay que me empujan a negarlos con rotundidad. Algunos  me son simpáticos y otros ajenos a los sentidos por los que circulo. Más que un cruce de verdades, parecería una verdadera coincidencia sobre paisajes compartidos. Fruto, seguramente, de la multiplicación de distintas morales vigentes y paralelas, a partir del siglo XIX, es mi impresión.


Es esta otra vertiente del pensar, para descansar de lo ampuloso y argumental, basada en una narrativa construida de instantes, a mitad de camino entre la voz poética y la reflexión filosófica, cuya utilidad es infinitamente abierta. Sirve para mantenerse beligerante en la vida si estimo que «No me pienso morir hasta el último momento» o como recetario para mantenerse en forma: «Desde que he adelgazado el yo, estoy más ágil», o como resumen certero de ciertos antagonismos políticos: «Contra los fatuos no valen los necios», o para asumir la frustración: «El fracaso íntimo de la literatura; nunca es lo que queríamos decir», o para resaltar lo inadvertido: «Más reprimido que el sexo se halla la imaginación», o para señalar un problema filosófico: «¡Qué paradoja que en la eternidad no hay tiempo!», o para invitar a todos: «El pensamiento fragmentario no necesita de escuelas, academias o cátedras: es un pensamiento a la intemperie», o para poder pesar la propia alma: «Para conocer el grado de miseria que ha alcanzado un hombre, basta con saber de qué materia están hechos sus sueños», o para que lo oscuro cotidiano pueda ser dicho poéticamente con más claridad: «En el corazón, florecen laberintos».

                                                                                                SSC
                                                                                                16 de mayo de 2013


Publicado en: «El aforismo, arte del pensamiento». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 1009, pág. 1,  Oviedo, jueves,  16 de mayo de 2013.

Escritos literarios 22 El fluir poético de Fernando Menéndez



El fluir poético de Fernando Menéndez

Graffitis, aforismos, adagios y últimas rosas: composiciones recientes de un filósofo que quiebra el concepto en sensaciones


Última Rosa. Adagio de mar caballo. Aforismos en Re-mi bemol-do-si. Graffitis
Ediciones privadas, Gijón, 2010 y 2011


Los libros del poeta Fernando Menéndez (Mieres, 1953), traducido también a lenguas extrañas, no ocupan mucho espacio. Opúsculos concentrados en un puñado de páginas cada uno, pasan inadvertidos en los estantes, faltos de volumetría. Sin embargo son ya varias múltiples decenas de libros y un largo recorrido productivo, muy diverso, muy extenso,  a la luz de un claro estilo, seña de identidad de su inconfundible verso: esencias de sentimientos, construcciones comprimidas portando ideas en esbozo, ocupando mínimos espacios y expresando desde su estrechez sólo lo justo. Escritura circular que gira entre el sentimiento estilizado tensionado hacia el concepto y el concepto quebrado en añicos de sensaciones.

En 2010 y 2011 hemos visto aparecer estas cuatro joyas: Última Rosa, Adagio de mar caballo, Aforismos en Re-mi bemol-do-si y Graffitis. En mi primera lectura de sus versos relampaguean sugerencias y emociones inducidas. Pero después vienen las lecturas que rumian sus sentidos más ocultos. Mi reto, en las segundas lecturas, es descubrir la clave de cada poemario y de su hacer poético, empeñado como estoy en una especie de filosofía de la poesía. ¿Existe un tema o  una especie de lógica interna en ese cosmos sentimental, tal vez caos, que es la poesía? Busco los sentidos sencillos bajo las tonalidades de toda esa diversidad.  Se trata de un reto estético donde trato de ver cómo gravitan entre sí, recíprocamente, los sentimientos y los conceptos. Para ello rompo los versos en su prístina belleza, las expresiones singulares que son los puntos de vista genuinos,  con el fin de encontrar los nudos de su estribillo.

Última Rosa es un breve tratado sobre el casi nihilismo. El casi nihilismo de «tener entre mis manos sólo el polvo del sueño que soy», de los tránsitos de «melodía de noche y lánguida luz», de los «instantes de vida perdidos para siempre», en la conciencia de «cantar para ser el olvido mismo», mientras viajo «contra la muerte del más allá» e intento que «la nada entre en crisis» en el querer «ser otra naturaleza», «perdido todo sobre el vacío más alienante», porque «nos falta todo y deseamos todo» y no renunciamos a «esa última rosa», «la querencia que brota tras el horizonte». Y «la nada es la única certeza» aunque queda «la voz del poeta», «queda su rosa» hecha «con sombras suspensivas» que son «sed inextinguible» que «cavila en lo oscuro de la mortal pauta».

Adagio de mar caballo lo he interpretado en diálogo con la aridez existencial de Última Rosa. Una respuesta del poeta que cavila sobre el sentido de la poesía en el precipicio de la vida. «Sólo tenemos una luna, una memoria, un corazón», «sólo huellas de la melancolía», «pentagramas de espuma», pero «es tanta la belleza del pensamiento», «que los cantos nunca son sólo cantos, que los mares nunca son sólo mares»; «sólo dejamos huellas y heridas» pero en las «melodías del tiempo» hay «caballitos de  mar» que «se saben intangibles de la duda y de la finitud», «adagios de mar caballo» que juntan «palabras y vientos, ideas y olas, sueños y caracolas», frente a los que, impostores, «entienden pero no comprenden» «los silencios de la existencia»; «en el sublime abismo» «un blanco día se refleja en el aire». La última rosa, la última arma contra el nihilismo, se ha metamorfoseado ahora en un caballito de mar, capricho marino que huye como un adagio de la nada.

Hay un lindero vital donde caminan juntos las ideas y los sueños; allí, la música acostumbra a colmar la palabra fallida. Aforismos es un canto de compromiso, en clave de quien no quiere escribir «ni una sola nota que suene a falsedad», en homenaje al compositor soviético Shostakovich,  «solitario al poder y la riqueza», «compositor de nostalgias y concertista de sarcasmos». «Dejaste tu memoria en re-mi bemol-do-si contra la noche del fascismo», valiéndote del «ruido de la música frente al ruido de los hombres». Música y poema se confunden, ambos «notas de la duda en el último canto a la nada» y ambos «en la música, donde la luz y la sombra se dan cita» pueden repudiar a «el dictador: un asesino en perpetuum mobile» o a «el tirano: un añadido con ritmo absurdo» mientras «a golpe de Tam Tam el capitalismo nos lleva a la marcha fúnebre» o mientras «el déspota roba el sueño de la imaginación sonora», aunque «tenemos el silencio entre dos notas: un intervalo para encontrarse a sí mismo», pero ¡cuidado! «en las dictaduras no hay silencios sino asesinos» porque «el poder no vive entre poemas sinfónicos sino entre falacias fugadas».

Graffitis continúa en el tono beligerante de Aforismos en Re-mi bemol-do-si. La voz de la palabra, que antes habitaba en la música, «donde nace el dolor y vive la ternura», ahora se busca en la voz de la calle que expresa su arte con rudeza popular. Son graffitis que están pensados como si estuvieran escritos en un «banco del parque», en la «pared de un rompeolas» o en un «contenedor de basura» pero que el poeta los toma del latir de la calle, lo que equivale a decir que los construye él mismo mientras mira las entrañas de la gente común. En su conjunto, expresan el repudio de la infecta historia en que se ha convertido la política, si se tiene en cuenta que «hoy resulta complicado distinguir la democracia de la cleptocracia» en un mundo donde «los corruptos no mean solos» y donde «no hay mejor manera para disfrutar de lo inútil que hablar con un político», pues «los senadores son mónadas sin ventanas» y además «puedes impedir a un político robar, pero no ser un ladrón», así que «¡despertad, gilipollas!», como reza en «la mochila de un niño pera».

Las cuatro composiciones, distintas en su tema, son poemas escritos al borde del precipicio, al borde del nihilismo, justamente, según me parece, para no caer, para agarrarse en la caída. Se trata de un nihilismo casi optimista porque cuando ya parezca que no queda nada, siempre tendremos la belleza: la música, la palabra, el concepto elemental, el sentimiento de las vísceras.

                                                                                              SSC
8 de marzo de 2012


«El fluir poético de Fernando Menéndez». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 957, pág. 6,  Oviedo, jueves,  8 de marzo de 2012.

Escritos literarios 21 Fernando Menéndez: la araña escéptica tejedora de aforismos



Fernando Menéndez: 

la araña escéptica tejedora de aforismos


Hilos sueltos
Editorial Difácil, Valladolid, 2008


Hilos sueltos son algo más de ochocientos aforismos, sin secciones, sin agrupamientos: «hilos» y «sueltos».

Bellamente arropado, con la portada de Kiker, anunciadora de un trasfondo pasional, y con el magnífico estudio introductorio de José Ramón González, que muestra nítidamente las borrosas fronteras que separan al aforismo de los modos literarios vecinos (máxima, sentencia, epigrama, adagio, reflexión, refrán...), estilo entre la prosa y el verso, entre la poesía y la filosofía, entre lo claro y lo ambiguo, entre lo certero y lo difuso, entre la verdad y la duda sugestiva.

Fernando viene acompañado de una pléyade de autores, escogidos por él, y nos ofrece así degustar los contrapuntos y constatar las encrucijadas poéticas. Doscientos ocho son aforismos de treinta y cuatro autores,  como Bousquet, Bufalino, Gervaso, Spaziani o Mallet, y sólo un puñadito escaso más renombrados, como Valéry o Cioran. La mayor parte, unos seiscientos aforismos, son del poeta asturiano.

¡Nada más fácil de leer, frases breves y al grano! Eso es lo que cabría pensar, pero sólo en apariencia, porque requiere una lectura de continua interpretación y de mirada concentrada y atenta.

Empecé a leerlo como se lee normalmente un libro, golpe a golpe y verso a verso y con cierto ritmo, pero me daba cuenta de que conectaba con unos fácilmente y que otros me resultaban opacos, porque había que cambiar de esquema mental continuamente. Necesitaba pararme y escanearlos. Después de varias páginas, de una masa crítica de formas y mensajes recibidos, empecé a entenderlos en su goteo, concediéndoles distintos valores de gracia, fuerza y modalidad. ¿Qué había pasado?: que había encontrado la clave (mi clave interpretativa). Eran hilos, pero en una telaraña donde iba y venía un artrópodo hilador artista solitario: Fernando Menéndez, con algo de cínico ―en el sentido clásico: triturador de la cultura―, algo de epicúreo, algo de estoico, en suma, un hijo sincrético de su tiempo: apegado a un solo lugar, la búsqueda de la belleza, en el naufragio de la vida y el islote de la poesía, entre el absurdo y la esperanza de las pequeñas cosas dotadas de sentido, entre la candidez de mirar el mundo con sorpresa y la vehemencia hacia muy poco –el amor, la mujer, la libertad, la honestidad–, entre el equilibrio de la austeridad y la ley del deseo. Es decir, un completo desorden.

Pero toda esta anarquía, tan contemporánea, por otra parte, queda unificada por un colorido que lo envuelve todo: el escepticismo, en su sentido más certeramente filosófico, porque el escéptico clásico no sigue la anómala variedad pusilánime que se ha cansado de conocer, al contrario, tiene tanta ansía de conocimiento como cualquier académico, aunque repugna como ninguno los momentos dogmáticos, porque es sólo buscador incansable de aquellas pocas verdades personales y directas.

 Fernando navega en una agotadora ilusionante búsqueda de la belleza: «No hay nada después de la belleza». Pero la belleza no es la perfección: «Los tontos discuten sobre la perfección del mundo», y, además, no nos engañemos: «El amor, como la belleza, son sencillas nadas».

Desde su aforismo conmensura el horizonte de la muerte, siempre envolvente: «Nadie puede ocupar tu lugar, excepto la muerte». Pero hay aún mayores temores en vida, porque aunque «La muerte no te olvida nunca» «Temo a la soledad metafísica más que a la muerte» y para cerrar el paradójico vivir: «El vacío, con la muerte, se encamina a la plenitud».

Otro polo cardinal de su inquisición crítica lo dirige hacia Dios: a veces un torso materialista de Dios en «Dios sólo existe en la brújula», otras rompiendo el sentido en «Acaso Dios no procede del simio», otras reventando su teología en «De Dios a un monstruo hay sólo un paso» para convertirlo en mundano enigma en «Más conservador que el poder es Dios».

Junto a estos hilos visibles en la trama, muchos dedicados a romper las verdades metafísicas, otros risueños raptos amorosos y cálidas discretas y provisionales esperanzas, junto a pequeñas verdades que denuncian a la explotación, a la estupidez, al político y a la impostura: «Los políticos mienten diciendo la verdad» o «Hoy el arte más que arte es voyerismo».

Y todo, todo, transido de verdadero escepticismo, a veces sólidamente expuesto: «Un criterio: el relativismo crítico», o «Dedicarse a la utilidad de lo inútil», o «El pensamiento contra el pensamiento único», o «Del dolor y la razón nacen los hombres», donde la razón queda asimilada al dolor y viceversa. Fernando como poeta busca la belleza de lo efímero, de lo condensado, del juego entre decir lo mínimo y hacer del silencio la expresión de algún curioso secreto, y reducir el poema a un nombre y éste a un punto y éste a la ausencia, como él mismo dice en uno de sus aforismos.  Teniendo siempre en cuenta que «A veces el verso no tiene fondo, sino deseo».

Hay muchas otras interpretaciones posibles;  yo mismo constataba no agotarlas.  Y si «El hombre está hecho de puntos de vista a los que no puede renunciar», no quiero llevar a ninguna interpretación cerrada lo que allí fluye y prefiero ponerme a salvo porque «La estupidez de un crítico está en su convicción».

José Luis Argüelles entrevistaba a Fernando Menéndez para La Nueva España el pasado 21 de octubre, aunque ya un hábil, selecto y sutil blogero (Martín López Vega) lo descubría antes que nadie en: diariosderayuela.blogspot, con un muy fino y bello comentario.

En la literatura filosófico-poética del aforismo habrá que contar en adelante con este autor español  de tres libros de aforismos, cuyos «hilos» de ahora están muy a la altura de esos otros autores extranjeros ya consagrados. Puestos a hacer una selección de favoritos, algunos brillarían con la luz de los maestros de la palabra, en Fernando hiperbólicamente concentrada.


                                                                                            SSC
30 de octubre de 2008


Publicado en: «Fernando Menéndez: la araña escéptica tejedora de aforismos». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 818, pág. 4,  Oviedo, jueves, 30 de octubre de 2008. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».

Escritos literarios 20 Poeta de la oquedad y de la síntesis



Poeta de la oquedad y de la síntesis


Fernando Menéndez: «En la oquedad de tu nombre» 
Editorial Difácil, Valladolid, 2006

                                                                       

Fernando Menéndez acaba de publicar un libro de poemas, que contiene cinco composiciones: dos que contribuyen con nuevos poemarios, «En la oquedad de tu nombre», que da título al conjunto, y «En el fondo de tu mudez», a los que vienen a unirse los otros tres que ya había publicado en libros anteriores «Fondo blanco», «Contigo» y «Sin fondo». Habrá quien pueda leer sus 107 páginas en una hora y habrá quien no pueda cerrarlo y darlo por acabado nunca, atrapado en el enigma de los repliegues de un contar mínimo y de un decir máximo.

Fernando Menéndez es un profesor de filosofía de un instituto gijonés pero tiene alma de poeta, sin remedio. Lleva publicados más de trescientos libros de poesía, libros sintéticos, apretados, tallados en filigrana. Viene destacando como el poeta español más importante, seguramente, en la composición de haikús, estrofas originarias de Japón, de tres cortísimos versos y un mínimo de palabras, que pugnan por concentrarse al tiempo que persiguen irradiar su máximo sentido, como podemos leer en «Plumas de invierno» (1994): «Entre los muslos / corren aguas de mares / y saltan versos» o en «Fondo blanco» (1994): «Me siento / contigo / a morir en ti».

Ha de ser fácil a un profesor de literatura hacer ver qué es un pareado, una cuaderna vía o un soneto, pero creo yo que ha de ser bien difícil expresar en qué consiste eso que llamamos poesía. Como en los laboratorios científicos puede hacerse un experimento. Abramos una página al azar de su nuevo libro y leamos: «Dudo de mi palabra / porque escribirte / no me sublima. // Dudo de mi memoria / porque pensarte / no me compensa. // Vivo mi duda queriéndote / más que mi duda». Si no nos dice nada, el experimento ha sido fallido: hay quien no tiene oído musical, quien no tiene facilidad aritmética y quien no tiene sentido poético. Pero si el poema nos llega, nos dice algo, no sólo por lo que transmite sino porque el sentido nace del mismo modo de decirlo y porque esa expresividad formal consigue captar un sentimiento reconocido (a veces también ambiguo, como el sentir mismo), apresado en un fotograma emocional, que son quizás sentires banales, comunes, cotidianos, fundamentales pero que han tenido la virtud de ser dichos bellamente, de haber sido puestos en la voz, a través de la magia que añade la sencillez de la palabra poética al simple decir.

La poesía de Fernando Menéndez es un diálogo en soliloquio con la oquedad de la vida, con el amor que recubre la concavidad de esa oquedad y con la belleza con la que anuda él ambas cosas. Y en ese entreverar vida, amor y belleza, en realidad: oquedad, concavidad y palabra, quien tiene la virtud de ser poeta, o quien sabe degustar la poesía, puede alcanzar esa rara belleza que le prestan las palabras al puro sentir. Esa es la fuerza del lenguaje, que no se acaba en el lexema, en la frase, en el discurso, porque puede decir siempre de otro modo, decir y al decir poner al descubierto algo no exactamente proferido sino simplemente dicho en el mismo modo de expresarlo.

Como poeta filósofo que es, si nos vienen sones tenues de Heráclito, Heidegger, Kierkegaard, Zambrano, Nietzsche o Pascal, es muy posible que sean más que espejismos salidos de las arenas de las palabras. Pero aun cuando él lo negara, qué mas daría. Leemos: «Las dunas, / como los hombres, / se esconden y se escapan / detrás de sus apareceres», y ¿no están aquí Heráclito y Heidegger a un mismo tiempo? Pero no se trata ahora de buscar la interterritorialidad de la poesía y la filosofía, cuestión algo erudita y, posiblemente, algo aburrida si no se sabe de qué se está hablando. Además, la filosofía es más, en cierto modo, como la arquitectura o la ingeniería: un saber que pretende construir  espacios, mientras que la poesía es más como la comida y como la música: gusta o no gusta (sin olvidar que hay paladares capaces de captar matices escondidos).

Pocas palabras, las mínimas; textos sencillos, sentidos sugeridos en lo que se dice más que dichos propiamente, contrastes de palabras que se contradicen en el decir y de ahí, en paradoja, aprehensión del sentido buscado; mínimum expresivo que se desborda en un sentido diáfano o deliberadamente ambiguo, frases claras como el agua al lado de otras que como enigmas esconden siempre un pliegue de otra posible lectura, como éste: «Por la sombría y seca / raíz del olivo, / dibujo la verde pauta / del corazón: / un halo de luz y tinta». Nihilismo del vivir que descubre la belleza, belleza que se recrea en las concavidades del amor, sentir al que finalmente sólo le queda la palabra para captar la belleza, el único bien aprehensible, porque el amor y la vida están yéndose siempre. Ese es el decir poético de Fernando, quien nos ha dado en un poema su autorretrato: «No tengo dudas del verso, / de la materia del hombre, / ni apego a la naturaleza / de la existencia: / metamorfosis del bien y el mal; / como tampoco al juego del arte / y el dinero, / porque margino / la obra de la costumbre / y la mentira».

Además, como un regalo, el libro viene ilustrado con sugestivos y existenciales dibujos de ese gran pintor que es Kiker. Kiker, amigo de Fernando desde el alba de la juventud, sabe muy bien que sus dibujos se inmortalizarán entre esos versos.

     SSC
     18 de diciembre de 2006




Publicado en: «Poeta de la oquedad y de la síntesis», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 747, pág. VII,  Oviedo, jueves, 28 de diciembre de 2006. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».

Escritos literarios 19 El verdadero pensamiento ilustrado en España



El verdadero pensamiento ilustrado en España

A propósito de las Obras Completas de Jovellanos, 
XIII y XIV, Escritos pedagógicos



España ha desarrollado una concepción crítica sobre sí misma extremadamente autoflagelante, como seguramente muy pocos países en el mundo. He llegado a la convicción de que tiene que ver con un esquema de larga duración que arranca a finales del siglo XVI o, si se quiere, a principios del siglo XVII. El Quijote, es decir,  la autocrítica que en esta obra Cervantes quiere plantear, viene a servirnos como el primer gran aldabonazo del anuncio del proceso de decadencia de un imperio que había invertido el siglo anterior en su despliegue y esplendor. Sobre este esquema de prolongada decadencia van a trazarse las relaciones internacionales durante tres siglos –XVII, XVIII y XIX- y aquí se inscribe esa autocrítica lesiva de la cultura española hacia sí misma. Desde entonces hemos caído en desastrosas políticas a menudo (Carlos II, Carlos IV, Fernando VII, etcétera), nos hemos acostumbrado con reiteración a una mediocre moral pública (caciquismo, excesivo peso político-moral de la religión, etcétera), pero hemos aportado también gestos colectivos heroicos (Guerra de la Independencia, etcétera) y hemos hecho florecer múltiples artistas, creadores y escritores que pueden presentarse como un orgullo de la raza humana.

Fruto del masoquismo cultural autoflagelante español hemos dudado nosotros mismos sobre si habíamos tenido Ilustración o no, comparándonos con las grandes potencias culturales europeas del momento. Y hemos quedado enredados en el sofisma de no reconocer la calidad que teníamos a causa de la cantidad que comparativamente no alcanzábamos. Cantidad que crecía correlativa al esplendor económico, pero que muy poco podía afectar a una calidad que dependía fundamentalmente de un humus cultural aposentado durante largos siglos, o sea de esa dignidad que un pueblo consigue conservar, o para decirlo con más exactitud, de unos valores sociales que consiguen ponerse a salvo y transmitirse con éxito en algunos individuos o grupos.

¡Vaya si hubo verdadero pensamiento ilustrado en España! Quien todavía albergue dudas inerciales, inconscientes o ancestrales que pruebe a despejarlas extrayendo el pensamiento original  que puede leerse en los dos recientes tomos publicados por KRK, del autor de la «Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias», y del resto de escritos pedagógicos desplegados en las más de mil páginas de ambos volúmenes.

La impresión de un pensamiento original no se extrae de comprobar aportaciones estrafalarias o planteamientos descabellados y atrevidos sino de percatarse del aire de familia que un pensamiento tiene con su época cuando, a la vez, se comprueba que todo lo que allí es consonante con otras formulaciones similares se dice con estilo propio, con timbre único y bajo un modelo exclusivo.

En nuestro ilustrado liberal español encontramos la convicción de un Locke sobre la importancia de la educación; la defensa de una nueva sensibilidad educadora afín a Rousseau; la necesidad de renovadas instituciones escolares en la línea de la «escuela libre» alemana de los Basedow, Trapp, Campe, Salzmann y Bahrdt; el propósito de un nuevo modelo de educar en línea con Pestalozzi; la importancia concedida a los sentidos (al lado de las funciones abstractas) paralela a las tesis de Condillac; la convicción de que la instrucción ha de ser interdisciplinar, con componentes científicos y humanísticos a la vez, heredera de una corriente humanística que en España va de Vives a Feijoo y Mayáns; el propósito de establecer la educación como un factor imprescindible en el desarrollo económico, en connivencia con Rubín de Celis y Campomanes; la exigencia de una educación religiosa que enlace con el trasfondo estético del ser humano más que con la dogmática ultramontana, coincidiendo con los movimientos renovadores religiosos europeos (jansenismo español); la idea de que la instrucción es el pasadizo indispensable en recorrido del deseado progreso material y moral de la humanidad, principio compartido por los que como Condorcet se precian de ser novatores e ilustrados; la idea de que las luces y la crítica racional son medicinas indispensables en la cura de las supersticiones y de las mentalidades mágicas, como quieren Voltaire, Feijoo y Cadalso; la necesidad de proponerse cambiar los modelos idealizados de desarrollo por otros más pragmáticos, en la línea de Adam Smith; y la convicción de que ya basta del rancio espíritu de la circular discusión escolástica porque ahora es preciso que en el discurso intervenga el espíritu geométrico (criterio modernizador indispensable de raigambre cartesiana) totalmente comprometido con el espíritu experimental (porque el nuevo racionalismo ya no rehúye el empirismo).

A nuestro pensador español, del que estamos a punto después de dos siglos de tener su obra completa en edición crítica, no sólo le preocuparon de la educación y de la instrucción sus componentes psicológicos, o epistemológicos, o institucionales, o programáticos (planes de estudio y libros de texto), o formativos y profesionales (marineros y mineros, además de canónigos), o económicos, o político-morales (libertad de pensamiento) o liberadores (educación universal y educación de las mujeres), o de modelo civilizador (fraternidad de la humanidad) o de fuente a la vez de la felicidad individual y de la felicidad del Estado (prosperidad), sino que le preocupó todo ello conjuntamente dentro de un sistema de ideas que ahora más que nunca estamos en buena disposición de valorar debidamente.


Enhorabuena al IFES, al Ayuntamiento de Gijón (que además de levantar el asfalto de sus calles como un trágico Sísifo urbanita, provee fielmente fondos para esta publicación) y a Olegario Negrín Fajardo, por el complejo trabajo de clasificación que ha sacado a flote con coherencia y por el extenso estudio introductorio, que aclara y presenta muy bien los contenidos que estos escritos albergan.

                                                                                            SSC
16 de diciembre de 2010



Publicado en: «El verdadero pensamiento ilustrado en España». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 901, pág. 3,  Oviedo, jueves,  16 de diciembre de 2010.

Escritos literarios 18 La teoría política de Jovellanos


Jovellanos, doscientos años después

 

Este artículo inspirado en Jovellanos bien podría ir en homenaje de los que han sido encarcelados sin mediar juicio, sin pública causa, sin proceso justo y, de ese modo, han cooperado a incrementar la justicia.

  
1. Jovellanos en prisión hace doscientos años

            Jovellanos vivió 67 años, de enero de 1744 a noviembre de 1811. Retrocedamos justo doscientos años, hasta 1807: faltaba un año para que Fernando VII depusiera a su padre Carlos IV, para que, inmediatamente, Napoleón invadiera España y para que, entre un acontecimiento y otro, consecuencia del cambio de monarca, se liberara a Jovellanos de una prisión de siete años sin cargos ni juicio.
           
            En 1807 Jovino se encontraba muy disminuido de salud y muy afectada la vista tras siete años leyendo y trabajando en lugares mal iluminados e insanos y haciendo demasiado poco ejercicio, aquél que había recorrido varias veces de arriba abajo España en su montura.  Redactaba clandestinamente las «Memorias del castillo de Bellver», se ocupaba en su testamento y escribía algunas cartas a sus amistades, que iban firmadas por Manuel Martínez Marina, su amanuense o secretario. Entre las cartas escritas, ésta firmada a su nombre, una del 20 de febrero de 1807 dirigida a Manuel Godoy, quien recientemente había sido nombrado decano del Supremo Consejo de Estado y Generalísimo Almirante de España e Indias. El asturiano aprovecha el momento para felicitar a su antiguo compañero y jefe en el consejo de ministros pero, claro está, para implorar una vez más que se le ponga en libertad, si no en España, sí en la isla de Mallorca o en el continente.

            No será liberado, finalmente, a resultas de este ruego sino, paradójicamente, a causa del triunfo de la facción contraria a Godoy, que como una verdadera conjura Fernando VII venía preparando, envalentonado, seguramente, por la mala fama y el odio que el valido había ido acumulando entre las clases populares y el partido palaciego adverso.

            Una vez liberado en 1808, este hombre perseguido y mermado va a disponer todavía de fuerzas para desplegar en la última etapa de su vida una intensa actividad de una trascendencia política que llega todavía a nosotros. Va a ser el principal promotor en la Junta Central de las futuras Cortes de Cádiz que situarían a España en su plena contemporaneidad, va a escribir una de sus obras más fecundas y probablemente la más vibrante: la «Memoria en defensa de la Junta Central»; además decenas de escritos menores en esos sus cuatro últimos años de vida, entre los cuales las «Bases para la formación de un plan general de instrucción pública», la «Instrucción a la Junta de Real Hacienda y Legislación» y su correspondencia, de manera notoria la que mantuvo con lord Holland.

            Hoy en día Gaspar Melchor de Jovellanos es un clásico. En el diccionario de la RAE se le menciona repetidamente como argumento de autoridad. Los clásicos son importantes en nuestra vida, no por inclinación inercial alguna a sacralizar el presente desde el pasado, sino porque nos hacen ganar perspectiva. Un clásico es aquel que ha solucionado modélicamente una situación dramática o paradigmática, que tiende a repetirse en las generaciones futuras y del que se puede tomar un punto de referencia para no perderse.

 

2. Jovellanos como perspectiva: su teoría política


Las palabras de Gaspar Melchor han sufrido el desgaste de dos siglos pero sus ideas, muchas, siguen vigentes. El ilustre asturiano, que tanto quiso e hizo por su patria chica, y que supo, a la vez, ser sevillano en Sevilla, madrileño en Madrid y mallorquín en Mallorca, fue uno de los padres de la moderna nación política española, al ser uno de los principales promotores desde 1808 de la convocatoria de Cortes, que felizmente se constituirían en 1810 y darían su fruto constitucional en 1812. Jovellanos participó en el cambio del Antiguo Régimen al nuevo Estado constitucional, que hizo residir la soberanía en la nación.

Marx dijo de él unas décadas más tarde que era la cabeza generalizadora que tenía España, no sin razón, si ahora tenemos en cuenta que el gijonés vio muy bien la compleja semántica que contenía el concepto de soberanía. En ese sentido, distinguió entre «soberanía» y «supremacía», la primera entendida como «soberanía gubernamental» y la segunda como «soberanía nacional». Teoría, por cierto, que no ha sido debidamente estudiada y reivindicada.

Lo que llamaremos «soberanía gubernamental» recoge el concepto de soberanía como poder indivisible del gobierno que ha de residir en el ejecutivo. Sustraer este poder soberano al ejecutivo significaría convertirlo en un poder débil, lo que es contradictorio con el concepto de poder. Esta soberanía gubernamental sólo está condicionada directamente por las leyes y tiene su límite concreto en las atribuciones del poder legislativo, encargado de poner las condiciones formales de todo gobierno. Si bien, por encima de cualquier poder se halla siempre la Ley, no sólo las leyes positivas que ordenan la convivencia sino la Constitución como ley de calado histórico que contiene los derechos ya conseguidos por todas las generaciones que han participado en el asunto común de todo Estado.

De este modo, la «soberanía gubernamental» nos lleva a la «supremacía», que concibe como la original soberanía, independiente y suprema. La «supremacía» tiene el poder de vigilar los límites en los que ha de moverse la «soberanía gubernamental» y es, así, aquella «soberanía nacional» que no puede desaparecer o prescribir, es imprescriptible, dice Jovellanos, y que tiene el poder de limitar o derrocar el ejercicio soberano del poder del gobierno, cuando éste fuere despótico y atentara contra la misma Constitución.

Pero, así como la «soberanía gubernamental» tiene su límite en las leyes y en los derechos imprescriptibles de la nación, la supremacía ¿tiene también sus límites? Siguiendo a Jovellanos, la supremacía y la Constitución vendrían a ser los dos polos de una misma realidad y, por ello, es la Constitución la que pone los límites concretos a los supremos derechos, en cuanto que éstos en su trasfondo histórico pueden estar más indefinidos: una Constitución puede mejorarse y perfeccionarse pero no puede cambiar su naturaleza, no puede destruirse. Las nuevas leyes han de construirse sobre la bondad y legitimidad de las leyes pretéritas y no pueden menguar los derechos legítimos de la nación sino acrecentarlos o al menos mantenerlos; no puede romper los vínculos de la unión social sino mejorarlos. La Constitución puede cambiar en la historia cuanto sea preciso al compás de los mismos cambios de la nación, pero no puede trasmudarse y cambiar su esencia por el influjo de unos pocos, ni siquiera por la prerrogativa de hacer leyes del poder legislativo. Sin olvidar, por otra parte, que las constituciones ilegítimas no serían realmente constituciones.

Vendría a distinguir, así, Jovellanos, entre lo que podríamos denominar una «Constitución nacional histórica», verdadera plataforma de los derechos de la nación, y un desarrollo constitucional («Constitución en ejercicio»), dictada por el poder legislativo, que sólo alcanza la legitimación en cuanto conserva y perfecciona los derechos ya alcanzados, que tienen su depósito en el supremo poder que la nación se reserva. En cualquier presente que sea no se han de construir buenas leyes sobre el vacío, como rechazo de un gobierno despótico anterior, sino contra el déspota y los desmanes despóticos, pero apoyándose en los derechos ya alcanzados de la nación a la que se refieren.

Podríamos aquí reprocharle al ilustrado liberal que no es posible apelar a una nación como si fuera un todo unánime. Veamos.

3. Progreso desde el jovinismo político a los problemas del presente

A la luz de estos análisis, cabe progresar desvelando algunos de los problemas que hoy tiene planteados España, en la medida en que consideremos que esta filosofía política jovinista es en algún grado clarificadora.

Para fundamentar un cambio que se precie solemos recurrir a alguna perspectiva que consideramos progresista. A falta de una idea mejor, que quizá alguien llegará a mostrar, a una mente progresista lo que realmente le guía es el esquema de la igualdad, más concretamente –supuesto que la igualdad no es un rodillo uniforme- de las igualdades convenientes y necesarias. ¿Bajo qué esquema son más viables las relaciones de igualdad entre los ciudadanos del conjunto nacional?:

¿Ha de considerarse un buen orden interior la tensión continua entre los nacionalismos regionales y la corriente nacional conjunta, si se demostrara que esta tensión no tiende a cerrarse y a buscar un equilibrio sino que tiene su finalidad en la independencia política a corto o a largo plazo, si no directamente mediante un rodeo? ¿Mejora esta tensión las igualdades conquistadas o las disuelven?

¿Con qué modelo lingüístico hemos de estar articulados: 1º) con una lengua común, como idioma vehicular básico y general, compartido en las zonas bilingües con su lengua particular (de uso para los bilingües), o, más bien, 2º) hemos de estar amablemente dispersos en cuatro lenguas nacionales con dos claves lingüísticas jerarquizadas en las zonas bilingües (como lengua preferente la particular y como lengua auxiliar la general)? ¿A dónde va a parar la igualdad si los ciudadanos todos dejan de estar igualados por una misma lengua?

Puede resultar insidioso mezclar ahora a Jovellanos con los problemas de nuestro tiempo, sin embargo es una obligación elemental volver a los orígenes cuando quiere comprenderse el sentido de una ruta incierta para algunos. Es necesario tomar perspectiva desde los que fueron «progenitores» del actual modelo constitucional, que históricamente pasa por las Cortes de Cádiz y por el levantamiento de todas las regiones españolas contra la invasión napoleónica. Hay otros muchos referentes, se dirá, y eso nos llevaría a no poder fundamentar nunca nuestras ideas. Sí, pero ahora lo que apuntamos es el valor de una filosofía política, con rigor histórico, que sólo podrá ser sustituida por otra con mejores perspectivas. Vengan otras teorías, que las habrá, pero no parapetadas en fáciles posicionamientos ideológicos partidistas.

Siguiendo la línea argumental de Jovellanos, y sin pretender dogmatizar, la Constitución pertenece a la nación entera. La Constitución de una nación, lo que una nación haya de ser depende en última instancia de ella misma, de ella toda, de ella entera. El poder legislativo puede legislar mejor, y cambiar la Constitución, pero la Constitución no le pertenece. Mucho menos pertenece al poder ejecutivo. El poder judicial, por su parte, es el árbitro o interprete de los intereses de la nación, pero propiamente tampoco le pertenece a él la Constitución. La Constitución puede cambiarse y remodelarse pero siempre que el conjunto nacional dé su supremo consentimiento, calladamente o expresándose en vivo. Si los gobernantes cumplen su función bien, el pueblo no podrá sino respetar esta legalidad y, desde luego, involucrarse en la política activamente en sus mil estratos y mejorar lo presente.

Pero qué pasa cuando la nación misma no está unida. No tendrá otra salida que hacer política, política legítima para sacar adelante con el tiempo sus ideas hasta hacerlas generales. Pero lo que no podrán algunos, en sus intereses, es proclamar una desvinculación partidista, porque para ello habrán de estar de acuerdo todos los demás. Lo que no podrán algunas regiones, en sus intereses económicos, es buscar la secesión del resto, porque para ello tendrán que estar de acuerdo todas las demás. Se puede ir a más y a mejor conjuntamente, pero no se puede ir a menos y a peor porque a una parte del todo le interese. No es suficiente con que a algunos les dé lo mismo, porque hay muchos otros a los que no les da lo mismo porque ellos sí tienen sentido de Estado, es decir, sí entienden que las relaciones políticas internas e internacionales hay que ejercerlas desde alguna plataforma real; cuanto más potente mejor.

La libertad siempre estará salvaguardada: cada uno, cada grupo que obre como crea mejor. Pero esta libertad no podrá ser esgrimida legítimamente para echar a perder conquistas e igualdades ya logradas. Salvo que esa sociedad esté ya moribunda.


                                           SSC

                                           22 de febrero de 2007



Publicado en: «Jovellanos, doscientos años después. Reflexiones sobre la teoría política del polígrafo asturiano», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 755, págs. I y II,  Oviedo, jueves, 22 de febrero de 2007.              Versión desarrollada publicada en «El Catoblepas. Revista Crítica del Presente».