Jovellanos,
doscientos años después
Este artículo inspirado en Jovellanos bien podría ir en homenaje de los que han sido encarcelados sin mediar juicio, sin pública causa, sin proceso justo y, de ese modo, han cooperado a incrementar la justicia.
1. Jovellanos en
prisión hace doscientos años
Jovellanos
vivió 67 años, de enero de 1744 a noviembre de 1811. Retrocedamos justo
doscientos años, hasta 1807: faltaba un año para que Fernando VII
depusiera a su padre Carlos IV, para que, inmediatamente, Napoleón
invadiera España y para que, entre un acontecimiento y otro, consecuencia del
cambio de monarca, se liberara a Jovellanos de una prisión de siete años
sin cargos ni juicio.
En
1807 Jovino se encontraba muy disminuido de salud y muy afectada la
vista tras siete años leyendo y trabajando en lugares mal iluminados e insanos
y haciendo demasiado poco ejercicio, aquél que había recorrido varias veces de
arriba abajo España en su montura. Redactaba
clandestinamente las «Memorias del castillo de Bellver», se ocupaba en
su testamento y escribía algunas cartas a sus amistades, que iban firmadas por Manuel
Martínez Marina, su amanuense o secretario. Entre las cartas escritas, ésta
firmada a su nombre, una del 20 de febrero de 1807 dirigida a Manuel Godoy,
quien recientemente había sido nombrado decano del Supremo Consejo de Estado y
Generalísimo Almirante de España e Indias. El asturiano aprovecha el momento
para felicitar a su antiguo compañero y jefe en el consejo de ministros pero,
claro está, para implorar una vez más que se le ponga en libertad, si no en
España, sí en la isla de Mallorca o en el continente.
No
será liberado, finalmente, a resultas de este ruego sino, paradójicamente, a
causa del triunfo de la facción contraria a Godoy, que como una
verdadera conjura Fernando VII venía preparando, envalentonado,
seguramente, por la mala fama y el odio que el valido había ido acumulando
entre las clases populares y el partido palaciego adverso.
Una
vez liberado en 1808, este hombre perseguido y mermado va a disponer todavía de
fuerzas para desplegar en la última etapa de su vida una intensa actividad de
una trascendencia política que llega todavía a nosotros. Va a ser el principal
promotor en la Junta Central de las futuras Cortes de Cádiz que situarían a
España en su plena contemporaneidad, va a escribir una de sus obras más
fecundas y probablemente la más vibrante: la «Memoria en defensa de la Junta
Central»; además decenas de escritos menores en esos sus cuatro últimos años
de vida, entre los cuales las «Bases para la formación de un plan general de
instrucción pública», la «Instrucción a la Junta de Real Hacienda
y Legislación» y su correspondencia, de manera notoria la que mantuvo con lord
Holland.
Hoy en día Gaspar Melchor de Jovellanos es un clásico. En el diccionario de la
RAE se le menciona repetidamente como argumento de autoridad. Los clásicos son
importantes en nuestra vida, no por inclinación inercial alguna a sacralizar el
presente desde el pasado, sino porque nos hacen ganar perspectiva. Un clásico es
aquel que ha solucionado modélicamente una situación dramática o paradigmática,
que tiende a repetirse en las generaciones futuras y del que se puede tomar un
punto de referencia para no perderse.
2. Jovellanos como perspectiva: su teoría política
Las palabras de Gaspar Melchor han sufrido el desgaste
de dos siglos pero sus ideas, muchas, siguen vigentes. El ilustre asturiano,
que tanto quiso e hizo por su patria chica, y que supo, a la vez, ser sevillano
en Sevilla, madrileño en Madrid y mallorquín en Mallorca, fue uno de los padres
de la moderna nación política española, al ser uno de los principales
promotores desde 1808 de la convocatoria de Cortes, que felizmente se
constituirían en 1810 y darían su fruto constitucional en 1812. Jovellanos participó en el cambio del Antiguo Régimen al nuevo Estado constitucional, que hizo
residir la soberanía en la nación.
Marx dijo de él unas décadas más tarde que era la cabeza
generalizadora que tenía España, no sin razón, si ahora tenemos en cuenta que el
gijonés vio muy bien la compleja semántica que contenía el concepto de
soberanía. En ese sentido, distinguió entre «soberanía» y «supremacía»,
la primera entendida como «soberanía gubernamental» y la segunda como «soberanía
nacional». Teoría, por cierto, que no ha sido debidamente estudiada y
reivindicada.
Lo que llamaremos
«soberanía gubernamental» recoge el concepto de soberanía como poder
indivisible del gobierno que ha de residir en el ejecutivo. Sustraer este poder
soberano al ejecutivo significaría convertirlo en un poder débil, lo que es
contradictorio con el concepto de poder. Esta soberanía gubernamental sólo está
condicionada directamente por las leyes y tiene su límite concreto en las
atribuciones del poder legislativo, encargado de poner las condiciones formales
de todo gobierno. Si bien, por encima de cualquier poder se halla siempre la
Ley, no sólo las leyes positivas que ordenan la convivencia sino la Constitución
como ley de calado histórico que contiene los derechos ya conseguidos por todas
las generaciones que han participado en el asunto común de todo Estado.
De este modo, la
«soberanía gubernamental» nos lleva a la «supremacía», que concibe como la
original soberanía, independiente y suprema. La «supremacía» tiene el poder de
vigilar los límites en los que ha de moverse la «soberanía gubernamental» y es,
así, aquella «soberanía nacional» que no puede desaparecer o prescribir, es
imprescriptible, dice Jovellanos, y
que tiene el poder de limitar o derrocar el ejercicio soberano del poder del
gobierno, cuando éste fuere despótico y atentara contra la misma Constitución.
Pero, así como
la «soberanía gubernamental» tiene su límite en las leyes y en los derechos
imprescriptibles de la nación, la supremacía ¿tiene también sus límites? Siguiendo
a Jovellanos, la supremacía y la
Constitución vendrían a ser los dos polos de una misma realidad y, por ello, es
la Constitución la que pone los límites concretos a los supremos derechos, en
cuanto que éstos en su trasfondo histórico pueden estar más indefinidos: una
Constitución puede mejorarse y perfeccionarse pero no puede cambiar su
naturaleza, no puede destruirse. Las nuevas leyes han de construirse sobre la
bondad y legitimidad de las leyes pretéritas y no pueden menguar los derechos
legítimos de la nación sino acrecentarlos o al menos mantenerlos; no puede
romper los vínculos de la unión social sino mejorarlos. La Constitución puede
cambiar en la historia cuanto sea preciso al compás de los mismos cambios de la
nación, pero no puede trasmudarse y cambiar su esencia por el influjo de unos
pocos, ni siquiera por la prerrogativa de hacer leyes del poder legislativo. Sin
olvidar, por otra parte, que las constituciones ilegítimas no serían realmente
constituciones.
Vendría a
distinguir, así, Jovellanos, entre
lo que podríamos denominar una «Constitución nacional histórica»,
verdadera plataforma de los derechos de la nación, y un desarrollo
constitucional («Constitución en ejercicio»), dictada por el poder
legislativo, que sólo alcanza la legitimación en cuanto conserva y perfecciona
los derechos ya alcanzados, que tienen su depósito en el supremo poder que la
nación se reserva. En cualquier presente que sea no se han de construir buenas
leyes sobre el vacío, como rechazo de un gobierno despótico anterior, sino
contra el déspota y los desmanes despóticos, pero apoyándose en los derechos ya
alcanzados de la nación a la que se refieren.
Podríamos aquí
reprocharle al ilustrado liberal que no es posible apelar a una nación como si
fuera un todo unánime. Veamos.
3. Progreso desde el jovinismo
político a los problemas del presente
A la luz de
estos análisis, cabe progresar desvelando algunos de los problemas que hoy
tiene planteados España, en la
medida en que consideremos que esta filosofía política jovinista es en algún
grado clarificadora.
Para fundamentar
un cambio que se precie solemos recurrir a alguna perspectiva que consideramos
progresista. A falta de una idea mejor, que quizá alguien llegará a mostrar, a
una mente progresista lo que realmente le guía es el esquema de la igualdad,
más concretamente –supuesto que la igualdad no es un rodillo uniforme- de las
igualdades convenientes y necesarias. ¿Bajo qué esquema son más viables las
relaciones de igualdad entre los ciudadanos del conjunto nacional?:
¿Ha de
considerarse un buen orden interior la tensión continua entre los nacionalismos
regionales y la corriente nacional conjunta, si se demostrara que esta tensión
no tiende a cerrarse y a buscar un equilibrio sino que tiene su finalidad en la
independencia política a corto o a largo plazo, si no directamente mediante un
rodeo? ¿Mejora esta tensión las igualdades conquistadas o las disuelven?
¿Con qué modelo
lingüístico hemos de estar articulados: 1º) con una lengua común, como idioma
vehicular básico y general, compartido en las zonas bilingües con su lengua
particular (de uso para los bilingües), o, más bien, 2º) hemos de estar
amablemente dispersos en cuatro lenguas nacionales con dos claves lingüísticas
jerarquizadas en las zonas bilingües (como lengua preferente la particular y
como lengua auxiliar la general)? ¿A dónde va a parar la igualdad si los
ciudadanos todos dejan de estar igualados por una misma lengua?
Puede resultar
insidioso mezclar ahora a Jovellanos con los problemas de nuestro tiempo, sin
embargo es una obligación elemental volver a los orígenes cuando quiere
comprenderse el sentido de una ruta incierta para algunos. Es necesario tomar
perspectiva desde los que fueron «progenitores» del actual modelo constitucional,
que históricamente pasa por las Cortes de Cádiz y por el levantamiento de todas
las regiones españolas contra la invasión napoleónica. Hay otros muchos
referentes, se dirá, y eso nos llevaría a no poder fundamentar nunca nuestras
ideas. Sí, pero ahora lo que apuntamos es el valor de una filosofía política,
con rigor histórico, que sólo podrá ser sustituida por otra con mejores
perspectivas. Vengan otras teorías, que las habrá, pero no parapetadas en
fáciles posicionamientos ideológicos partidistas.
Siguiendo la
línea argumental de Jovellanos, y
sin pretender dogmatizar, la Constitución pertenece a la nación entera. La
Constitución de una nación, lo que una nación haya de ser depende en última
instancia de ella misma, de ella toda, de ella entera. El poder legislativo
puede legislar mejor, y cambiar la Constitución, pero la Constitución no le
pertenece. Mucho menos pertenece al poder ejecutivo. El poder judicial, por su
parte, es el árbitro o interprete de los intereses de la nación, pero propiamente
tampoco le pertenece a él la Constitución. La Constitución puede cambiarse y
remodelarse pero siempre que el conjunto nacional dé su supremo consentimiento,
calladamente o expresándose en vivo. Si los gobernantes cumplen su función
bien, el pueblo no podrá sino respetar esta legalidad y, desde luego, involucrarse
en la política activamente en sus mil estratos y mejorar lo presente.
Pero qué pasa
cuando la nación misma no está unida. No tendrá otra salida que hacer política,
política legítima para sacar adelante con el tiempo sus ideas hasta hacerlas
generales. Pero lo que no podrán algunos, en sus intereses, es proclamar una
desvinculación partidista, porque para ello habrán de estar de acuerdo todos
los demás. Lo que no podrán algunas regiones, en sus intereses económicos, es
buscar la secesión del resto, porque para ello tendrán que estar de acuerdo
todas las demás. Se puede ir a más y a mejor conjuntamente, pero no se puede ir
a menos y a peor porque a una parte del todo le interese. No es suficiente con
que a algunos les dé lo mismo, porque hay muchos otros a los que no les da lo
mismo porque ellos sí tienen sentido de Estado, es decir, sí entienden que las
relaciones políticas internas e internacionales hay que ejercerlas desde alguna
plataforma real; cuanto más potente mejor.
La libertad
siempre estará salvaguardada: cada uno, cada grupo que obre como crea mejor.
Pero esta libertad no podrá ser esgrimida legítimamente para echar a perder
conquistas e igualdades ya logradas. Salvo que esa sociedad esté ya moribunda.
SSC
22 de febrero de 2007
Publicado en: «Jovellanos, doscientos años
después. Reflexiones sobre la teoría política del polígrafo asturiano», La Nueva España, Suplemento Cultura nº
755, págs. I y II, Oviedo, jueves, 22 de
febrero de 2007. Versión desarrollada publicada en «El
Catoblepas. Revista Crítica del Presente».
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