30 jun 2013

Escritos literarios 26 Narrar y moralizar



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Narrar y moralizar

En busca de la frontera del bien y del mal


Casa de verano con piscinaHerman Koch, Ed. Salamandra, Barcelona, 2012, 348 páginas.
La cenaHerman Koch, Ed. Salamandra, Barcelona, 2010, 288 páginas.


La función moral de la literatura nace con la literatura misma. Se trata de una de sus funciones esenciales; discutir si la mas importante, sería banal y ocioso.  Pero, como quiera que se mire, ocupa un lugar privativo, del que la condición humana no puede desprenderse: la zozobra de la identificación del bien y del mal.

Existe una literatura directamente moralizadora: amonestadora e inductora. Casi todas las corrientes literarias se alejan de este ángulo, porque es muy difícil que una estrategia tal, amaestradora, sea interesante. Didáctica, como mucho. De ahí que veamos profusamente que los literatos prefieran mostrar los vicios individuales, los tumores sociales, los conflictos complejos. Es la tarea de poner el espejo sobre los males y dejar que cada uno saque las consecuencias, casi siempre mas profundas que las directamente aleccionadoras e impuestas. En esta literatura, retrato de los males de su tiempo, encontramos dos variantes próximas. La novela que es directamente denuncia de un estado de depravación o corrupción. Y la que indaga las fronteras de lo que ha de entenderse por bien y por mal.
Algunas publicaciones recientes nos llevan, como signo de nuestro tiempo, a recrearnos en la preocupación por las fronteras morales. Puede verse en Michel Houellebecq («El mapa y el territorio», Anagrama, 2011), quien combina el tema de la frontera moral con la duda sobre la presunta propia identidad esencial. En R. Menéndez Salmón («Medusa», Anagrama, 2012; «La luz es más antigua que el amor», Anagrama, 2010; y «La ofensa», Anagrama, 2007), que indaga en el poder transformador de las circunstancias esenciales. En Javier Marías («Tu rostro mañana», la trilogía de Alfaguara), capaz de sumergirse en el escepticismo cínico de la multiplicidad de planos valorativos. En Eduardo Mendoza («Riña de gatos», Planeta, 2010), donde entran en lucha la razón política y la ética. En Philippe Claudel («El informe de Brodeck», Salamandra, 2008; y «Almas grises», Salamandra, 2005), especialmente potente en la denuncia de las vergüenzas históricas y en dibujar el perfil de la parte de responsabilidad que toca a los distintos protagonistas: a los sujetos aislados y su capacidad de resistencia y a las ideologías en marcha. Y en Herman Koch, que pondremos un momento bajo nuestro objetivo.

Herman Koch ha alcanzado celebridad recientemente entre su público inmediato, en especial con «La cena», Libro del Año 2009 en Holanda, y que por alguna razón ha sido traducido a veintiún idiomas. Tras «La cena» (Salamandra 2010) vino «Casa de verano con piscina» (Salamandra, 2012). Bien se ve que el autor está totalmente hipnotizado por la problemática de la primera novela cuando comprobamos que vuelve a ella en la siguiente. Casi nada esencial cambia. Un profesor se convierte en la otra historia en un médico. Un padre de familia que tiene un hijo adolescente pasa a tener dos hijas adolescentes. Los relatos varían aparentemente: uno estructurado en torno a una cena familiar, el otro girando sobre las vacaciones familiares. Pero los dos analizan el mismo problema: la patente conciencia moral encarnada en el protagonista (puede adivinarse que quizá peligrosamente generalizada), que no tiene dudas sobre los valores a defender en el estrecho ámbito ético de la familia, con los hijos muy especialmente. Pero a partir de esa frontera, los criterios valorativos se vuelven endebles, relativos, prescindibles…

De escritura espontánea y clara, sin méritos estilísticos extraordinarios que no sea la sencillez, consigue destilar un resultado global, aquilatar algo tras la mera entretenida narración. Se tiene la sensación de haber visto claramente algo invisible, a base de posar la mirada reiteradamente en el mismo lugar a lo largo del relato: el paisaje espiritual donde se ordena interiormente el bien y el mal del narrador que nos habla todo el tiempo desde sus soliloquios y sus secretos. Pero no es una imagen asertiva y limpia, sino problemática y turbia, porque al apostarse sobre sus posiciones particulares pone en vilo algunos de los principios supuestamente universales. Y, al final, uno se ve obligado a responderse a sí mismo: ¿se trata de un relativismo moral plausible como medio de supervivencia en la realidad social de hoy o se trata más bien de una degeneración típica de la condición humana?, una degeneración típica que se recrearía en el presente con tintes propios, eso sí. ¿De qué se trata? Lo diríamos, si no fuera mejor que el lector lo viera por sí mismo.

                                                                                                 SSC
                                                                                                 14 de febrero de 2013



Publicado en: «Narrar y moralizar». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 996, pág. 2,  Oviedo, jueves,  14 de febrero de 2013.

Escritos literarios 25 Menéndez Salmón y los contornos de la culpabilidad



«Medusa»: cuando aquello
a lo que miras  te mata

Ricardo Menéndez Salmón profundiza con «Medusa», su última novela,
en los contornos de la culpabilidad.

MedusaRicardo Menéndez Salmón, Editorial Seix Barral, Barcelona, 2012,  153 páginas.


«Medusa» continúa la saga narrativa anterior de Menéndez Salmón. Ensambla con gran parte de su obra precedente y especialmente con  «La ofensa» (2007) y «La luz es más antigua que el amor» (2010).

«La ofensa» se propuso recorrer esas influencias que el alma puede operar sobre el cuerpo, cuando el sufrimiento es insoportable: la transformación de un soldado alemán, sastre, en la segunda guerra mundial, cuya sensibilidad está hecha para la música y no para asumir aquella «épica» nazi. Y «La luz es más antigua que el amor» supuso el propósito de mostrar esos lugares donde el arte y la belleza pueden redimir con su sentido del resto de los sinsentidos donde nos movemos. Ahora, «Medusa» vuelve a la Alemania nazi, a un personaje, Prohasca, cineasta, pintor y fotógrafo que trabaja para aquel régimen exterminador y genocida, aunque él no ha elegido aquella guerra. Pero el horror de la guerra sí le ha elegido a él, a través de su oficio. Y su identidad quedará atrapada en esas imperativas circunstancias.
Los tres escritos funcionan narrativamente, como novela con personajes; pero, a la vez, ciertas ideas pasan a ser protagonistas, con un claro afán de reflexionar y de indagar en el problema que se va imponiendo. En el envés de lo narrado hay un esfuerzo por dar nombre a lo que pasa de verdad, innombrable, visible pero difícil de comprender. Por ello, en la lectura vamos apercibiéndonos del ensamblaje de la historia pero a un mismo tiempo experimentamos el esfuerzo por comprender algo que se nos escapa.

Menéndez Salmón nos lleva en «Medusa» por la biografía de este artista trágico: la influencia negativa de su madre en la niñez, después la experiencia nazi, la amistad con el judío Jacob Stelenski y el resto hasta su muerte en 1962. Una historia que está construida con muchos golpes de ingenio y con una trama simbólica que le da unidad. Pero no se trata solo de contar una historia posible, porque la vida de este artista alemán encierra una terrible pregunta: ¿es Prohasca culpable, por haber fotografiado y filmado el horror nazi, por haber «cooperado» a ello desde esa profesión que le vino impuesta? Y, en todo caso, ¿por qué y cuándo empezaría la culpa?

La narración y la línea de la culpabilidad que se va dibujando —línea que puede interpretarse también como inocencia— se construye problemáticamente, como es de esperar en un caso tan etéreo: su obra consistió en hacer arte del sufrimiento, mirándolo, callando y fotografiándolo; arte de la atrocidad, contemplándola, callando y filmándola.  No sabemos de parte de quien estaba, aunque se adivina que él era una víctima más y no un verdugo. Es difícil juzgarle en contra, nada sabemos de él como persona, solo conocemos su trabajo artístico, bien hecho, aséptico, mecánico, mudo… Pero es difícil juzgarle positivamente, porque su compromiso con las causas justas se va sugiriendo en sus postreros años, cuando ya es tarde para remediar el mal hecho por la guerra.

La culpabilidad posible va adquiriendo distintas intensidades, distinta musicalidad… suena diferente a medida que va avanzando la historia y vamos conociendo mejor al personaje, no tanto por lo que hizo en casos concretos sino por la obra de su vida, en conjunto.

Este anónimo sujeto sin escapatoria nos provoca, quizás, la tentación de salvarlo a través de una culpabilidad generalizada, con el «todos somos un poco culpables», pero la trama argumental no es tan simple: no se trata de entenderlo todo para que todo quede impune siempre.

En definitiva, creo que la culpabilidad se trata no solo problemáticamente sino asertivamente. Tantas atrocidades han de tener culpables. Pero ¿hasta dónde llega la culpabilidad cuando al mirar el sufrimiento de los inocentes y perseguidos vemos que mata a quien mira?

                                                             SSC
                                                             Octubre de 2012
Inédito

Escritos literarios 24 Una novela filosófica



Ricardo Menéndez Salmón: 

«La ofensa», novela filosófica

                                   Ricardo Menéndez Salmón: «La ofensa», Seix Barral, 2007.


                                                           
 La reciente, elogiada y premiada novela de Ricardo Menéndez Salmón, «La ofensa», ha de ser catalogada como novela filosófica. Decir esto puede resultar hacer un flaco favor a la obra y a su autor, pensando en el amplio público lector, puesto que puede dar a entender una idea equívoca: puede creerse que es ensayística, seria, de retórica profunda y espesa y al dictado de un lenguaje especializado. Sin embargo, nos hallamos en unas latitudes estilísticas muy diferentes. Se trata de una obra sin circunloquios, escrita en un muy claro «román paladino», construida con frases cortas y certeras, estructurada en capítulos que se leen en un suspiro, capítulos que mantienen una conexión sutil entre sí –donde consigue contarse mucho más de lo que efectivamente se escribe- y que contienen cada uno de ellos su propia unidad, como partes musicales que se fueran cerrando dentro de una obra total. El estilo línea a línea y en su conjunto queda muy definido, no hay prosa vana, tiene tono emocional, progresa en una historia con suspense «in crescendo» pero sin estridencias y, por momentos, es bellísimo. Algunos lectores amigos míos no han encajado bien el final. A mí sí me encaja, aunque quede ese sabor amargo o de perplejidad.

Todo su contenido se desarrolla al compás de la historia que se narra, la de un soldado alemán de la segunda guerra mundial, pero la historia, además de lo narrado en sí mismo, contiene una tesis de fondo, que me atrevo a defender que queda muy cuajada en el capítulo central, dedicado a reflexionar sobre el cuerpo –a modo de eje sobre el que gira toda la temática-. Es esta tesis de fondo lo que hace de esta novela algo más que pura ficción, pura recreación, pura regurgitación de datos históricos o puro bello lenguaje. Es este argumento temático que está como en la sombra, aunque visible, si se mira bien, lo que le da consistencia filosófica.

Ricardo nos plantea en este texto no sólo una honda historia humana, la del soldado que ha de vivir una guerra, sino una reflexión sobre si el cuerpo y el alma son una misma cosa, sobre si nuestras emociones e ideas son ellas mismas cuerpo o no, sobre la muerte sucesiva de varios niveles de cuerpo o ¿es quizá sobre la muerte sucesiva de varios niveles de alma? Spinoza había dejado dicho «Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo» (E, III, 2 Esc.). Menéndez Salmón entra en ese enigma y ensaya un recorrido de las líneas que contornean el cuerpo-alma.

Pero todo este tema de fondo se teje a su vez sobre otra frontera tan difícil de trazar como la anterior: la del sujeto individual y la del cuerpo social al que pertenece. ¿Qué pasa cuando nuestra sensibilidad no está provista de suficientes válvulas de escape, que nos emboten, embrutezcan o alienen como huida ante la adversidad, y cuando tenemos que cargar corpóreamente con «la ofensa» del grupo al que pertenecemos?

El protagonista, un joven sastre dotado de una extrema sensibilidad, tiene como es obvio sus propias sensaciones y elabora sus propios sentimientos y concepciones, pero estas elaboraciones contienen una pasta más densa de la que no es posible sustraerse, que es justamente, en un plano ineludible, la de ser alemán y la de no poder dejar de serlo. ¿Se trata el problema, quizás, de tener tres cuerpos: el cuerpo-orgánico, el cuerpo-alma y el cuerpo-social interconectados o, tal vez, siendo una misma cosa?

No podemos contar la historia sin comprometer el espacio de espontaneidad que toda futura lectura desea tener, pero puesto que las ideas no son siempre obvias y sólo lo son las palabras, me he atrevido aquí a contar la trama de ideas que he visto, suponiendo que pueden verse otras y suponiendo que las que yo he visto pueden ser discutibles, pero ese mismo fragor de ideas es lo que nos hace degustar el alimento intelectual, que ya no sé si va a parar al cuerpo o al alma.

  
SSC
Gijón, 4 de abril de 2007


Publicado en: «Una novela filosófica», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 763, pág. VI,  Oviedo, jueves, 19 de abril de 2007. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».

Escritos literarios 23 El aforismo, arte del pensamiento



El aforismo, arte del pensamiento


José Ramón González nos regala en «Pensar por lo breve» un profundo estudio sobre el cruce de filosofía y poema en una amplia panorámica de la última aforística española.

                                    
Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012]
José Ramón González, Ediciones Trea, Gijón, 2013,  341 páginas.

Este libro, al recorrerlo de arriba abajo o al degustarlo a saltos de capricho, nos regala una selección de cincuenta aforistas españoles, algunos de ellos literatos o filósofos bien conocidos, como Castilla del Pino, Edmundo de Ory, Sánchez Ferlosio, Eugenio Trías, Argullol, Andrés Trapiello o Fernando Menéndez, a quien va dedicado el libro.

Disfrutamos, eso es seguro, de una colección de más de tres mil aforismos escogidos desde la óptica de quien, profesor de literatura española en la Universidad de Valladolid, se consagra como un comentador y compilador de aforismos de primera magnitud. Las dudas se despejan al leer la introducción, un intenso estudio que tiene en cuenta la aforística española del siglo XX, aunque la selección se centra en lo editado en los últimos treinta años. Como era de esperar en un análisis serio, no pierde de vista que el marco general se proyecta en una profunda tradición histórica, donde el hontanar de las sentencias breves y doctrinales nos llevaría a Juan de la Cruz, Quevedo, Gracián, Cicerón o Hipócrates, y a tantos otros, y donde el ramaje que despliega nos pondría en contacto lo mismo con Nietzsche, Machado, Pessoa, Wilde o Tagore, esto es, con los filósofos que son poetas y con los poetas que filosofan.

El estudio sobre el aforismo se teje partiendo de su misma complejidad: no es fácil conocer qué normas fijan este género. José Ramón González no nos hurta las dificultades, porque, en primer lugar, hay una cierta distancia entre el aforismo clásico y el moderno: aquel basado más en una autoridad social y este, por el contrario, en una mirada subjetiva; y, además, su boscoso contorno, como vegetación exuberante, define sus fronteras borrándolas al tiempo que las entrecruza, en la proximidad de otros géneros breves como el epigrama, apotegma, máxima, sentencia, proverbio, refrán, haiku, greguería y muchos más. Esta dispersión y «confusión» no es óbice para que puedan mantenerse criterios suficientes para una taxonomía. Al final, parece que queda claro, como en la reflexión de San Agustín sobre el tiempo: «Si no me lo preguntan sé qué es, pero si me lo preguntan no lo sé», porque, al ensayar una aproximación solvente, siendo fino historiador de la literatura española, el problema no se resuelve con una explicación «rigorosa», sino más bien con el reconocimiento de una identidad hecha de mixturas y de desplazamientos.

¿El aforismo moderno?: una sutileza lacónica, discontinua, singular, fragmentaria, en contexto, instalada en la provisionalidad, que aspira a una evidencia personal aunque sea frágil... son características no exclusivas. El aforismo es un pensamiento abierto (semánticamente) que cierra (sintácticamente), y paradójicamente es también un pensamiento cerrado (en su mensaje) que abre (otros matices libres).
Seguramente por esta gran apertura del aforismo moderno, leerlos es seguramente una de las tareas intelectuales menos transitivas. Cada uno debe hacerlo a su manera. Algunos nos los apropiamos, los reconocemos como pensamientos propios, pero seguro que son distintos para cada lector; otros no puedo admitirlos totalmente y me apetecería matizarlos y aun los hay que me empujan a negarlos con rotundidad. Algunos  me son simpáticos y otros ajenos a los sentidos por los que circulo. Más que un cruce de verdades, parecería una verdadera coincidencia sobre paisajes compartidos. Fruto, seguramente, de la multiplicación de distintas morales vigentes y paralelas, a partir del siglo XIX, es mi impresión.


Es esta otra vertiente del pensar, para descansar de lo ampuloso y argumental, basada en una narrativa construida de instantes, a mitad de camino entre la voz poética y la reflexión filosófica, cuya utilidad es infinitamente abierta. Sirve para mantenerse beligerante en la vida si estimo que «No me pienso morir hasta el último momento» o como recetario para mantenerse en forma: «Desde que he adelgazado el yo, estoy más ágil», o como resumen certero de ciertos antagonismos políticos: «Contra los fatuos no valen los necios», o para asumir la frustración: «El fracaso íntimo de la literatura; nunca es lo que queríamos decir», o para resaltar lo inadvertido: «Más reprimido que el sexo se halla la imaginación», o para señalar un problema filosófico: «¡Qué paradoja que en la eternidad no hay tiempo!», o para invitar a todos: «El pensamiento fragmentario no necesita de escuelas, academias o cátedras: es un pensamiento a la intemperie», o para poder pesar la propia alma: «Para conocer el grado de miseria que ha alcanzado un hombre, basta con saber de qué materia están hechos sus sueños», o para que lo oscuro cotidiano pueda ser dicho poéticamente con más claridad: «En el corazón, florecen laberintos».

                                                                                                SSC
                                                                                                16 de mayo de 2013


Publicado en: «El aforismo, arte del pensamiento». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 1009, pág. 1,  Oviedo, jueves,  16 de mayo de 2013.

Escritos literarios 22 El fluir poético de Fernando Menéndez



El fluir poético de Fernando Menéndez

Graffitis, aforismos, adagios y últimas rosas: composiciones recientes de un filósofo que quiebra el concepto en sensaciones


Última Rosa. Adagio de mar caballo. Aforismos en Re-mi bemol-do-si. Graffitis
Ediciones privadas, Gijón, 2010 y 2011


Los libros del poeta Fernando Menéndez (Mieres, 1953), traducido también a lenguas extrañas, no ocupan mucho espacio. Opúsculos concentrados en un puñado de páginas cada uno, pasan inadvertidos en los estantes, faltos de volumetría. Sin embargo son ya varias múltiples decenas de libros y un largo recorrido productivo, muy diverso, muy extenso,  a la luz de un claro estilo, seña de identidad de su inconfundible verso: esencias de sentimientos, construcciones comprimidas portando ideas en esbozo, ocupando mínimos espacios y expresando desde su estrechez sólo lo justo. Escritura circular que gira entre el sentimiento estilizado tensionado hacia el concepto y el concepto quebrado en añicos de sensaciones.

En 2010 y 2011 hemos visto aparecer estas cuatro joyas: Última Rosa, Adagio de mar caballo, Aforismos en Re-mi bemol-do-si y Graffitis. En mi primera lectura de sus versos relampaguean sugerencias y emociones inducidas. Pero después vienen las lecturas que rumian sus sentidos más ocultos. Mi reto, en las segundas lecturas, es descubrir la clave de cada poemario y de su hacer poético, empeñado como estoy en una especie de filosofía de la poesía. ¿Existe un tema o  una especie de lógica interna en ese cosmos sentimental, tal vez caos, que es la poesía? Busco los sentidos sencillos bajo las tonalidades de toda esa diversidad.  Se trata de un reto estético donde trato de ver cómo gravitan entre sí, recíprocamente, los sentimientos y los conceptos. Para ello rompo los versos en su prístina belleza, las expresiones singulares que son los puntos de vista genuinos,  con el fin de encontrar los nudos de su estribillo.

Última Rosa es un breve tratado sobre el casi nihilismo. El casi nihilismo de «tener entre mis manos sólo el polvo del sueño que soy», de los tránsitos de «melodía de noche y lánguida luz», de los «instantes de vida perdidos para siempre», en la conciencia de «cantar para ser el olvido mismo», mientras viajo «contra la muerte del más allá» e intento que «la nada entre en crisis» en el querer «ser otra naturaleza», «perdido todo sobre el vacío más alienante», porque «nos falta todo y deseamos todo» y no renunciamos a «esa última rosa», «la querencia que brota tras el horizonte». Y «la nada es la única certeza» aunque queda «la voz del poeta», «queda su rosa» hecha «con sombras suspensivas» que son «sed inextinguible» que «cavila en lo oscuro de la mortal pauta».

Adagio de mar caballo lo he interpretado en diálogo con la aridez existencial de Última Rosa. Una respuesta del poeta que cavila sobre el sentido de la poesía en el precipicio de la vida. «Sólo tenemos una luna, una memoria, un corazón», «sólo huellas de la melancolía», «pentagramas de espuma», pero «es tanta la belleza del pensamiento», «que los cantos nunca son sólo cantos, que los mares nunca son sólo mares»; «sólo dejamos huellas y heridas» pero en las «melodías del tiempo» hay «caballitos de  mar» que «se saben intangibles de la duda y de la finitud», «adagios de mar caballo» que juntan «palabras y vientos, ideas y olas, sueños y caracolas», frente a los que, impostores, «entienden pero no comprenden» «los silencios de la existencia»; «en el sublime abismo» «un blanco día se refleja en el aire». La última rosa, la última arma contra el nihilismo, se ha metamorfoseado ahora en un caballito de mar, capricho marino que huye como un adagio de la nada.

Hay un lindero vital donde caminan juntos las ideas y los sueños; allí, la música acostumbra a colmar la palabra fallida. Aforismos es un canto de compromiso, en clave de quien no quiere escribir «ni una sola nota que suene a falsedad», en homenaje al compositor soviético Shostakovich,  «solitario al poder y la riqueza», «compositor de nostalgias y concertista de sarcasmos». «Dejaste tu memoria en re-mi bemol-do-si contra la noche del fascismo», valiéndote del «ruido de la música frente al ruido de los hombres». Música y poema se confunden, ambos «notas de la duda en el último canto a la nada» y ambos «en la música, donde la luz y la sombra se dan cita» pueden repudiar a «el dictador: un asesino en perpetuum mobile» o a «el tirano: un añadido con ritmo absurdo» mientras «a golpe de Tam Tam el capitalismo nos lleva a la marcha fúnebre» o mientras «el déspota roba el sueño de la imaginación sonora», aunque «tenemos el silencio entre dos notas: un intervalo para encontrarse a sí mismo», pero ¡cuidado! «en las dictaduras no hay silencios sino asesinos» porque «el poder no vive entre poemas sinfónicos sino entre falacias fugadas».

Graffitis continúa en el tono beligerante de Aforismos en Re-mi bemol-do-si. La voz de la palabra, que antes habitaba en la música, «donde nace el dolor y vive la ternura», ahora se busca en la voz de la calle que expresa su arte con rudeza popular. Son graffitis que están pensados como si estuvieran escritos en un «banco del parque», en la «pared de un rompeolas» o en un «contenedor de basura» pero que el poeta los toma del latir de la calle, lo que equivale a decir que los construye él mismo mientras mira las entrañas de la gente común. En su conjunto, expresan el repudio de la infecta historia en que se ha convertido la política, si se tiene en cuenta que «hoy resulta complicado distinguir la democracia de la cleptocracia» en un mundo donde «los corruptos no mean solos» y donde «no hay mejor manera para disfrutar de lo inútil que hablar con un político», pues «los senadores son mónadas sin ventanas» y además «puedes impedir a un político robar, pero no ser un ladrón», así que «¡despertad, gilipollas!», como reza en «la mochila de un niño pera».

Las cuatro composiciones, distintas en su tema, son poemas escritos al borde del precipicio, al borde del nihilismo, justamente, según me parece, para no caer, para agarrarse en la caída. Se trata de un nihilismo casi optimista porque cuando ya parezca que no queda nada, siempre tendremos la belleza: la música, la palabra, el concepto elemental, el sentimiento de las vísceras.

                                                                                              SSC
8 de marzo de 2012


«El fluir poético de Fernando Menéndez». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 957, pág. 6,  Oviedo, jueves,  8 de marzo de 2012.

Escritos literarios 21 Fernando Menéndez: la araña escéptica tejedora de aforismos



Fernando Menéndez: 

la araña escéptica tejedora de aforismos


Hilos sueltos
Editorial Difácil, Valladolid, 2008


Hilos sueltos son algo más de ochocientos aforismos, sin secciones, sin agrupamientos: «hilos» y «sueltos».

Bellamente arropado, con la portada de Kiker, anunciadora de un trasfondo pasional, y con el magnífico estudio introductorio de José Ramón González, que muestra nítidamente las borrosas fronteras que separan al aforismo de los modos literarios vecinos (máxima, sentencia, epigrama, adagio, reflexión, refrán...), estilo entre la prosa y el verso, entre la poesía y la filosofía, entre lo claro y lo ambiguo, entre lo certero y lo difuso, entre la verdad y la duda sugestiva.

Fernando viene acompañado de una pléyade de autores, escogidos por él, y nos ofrece así degustar los contrapuntos y constatar las encrucijadas poéticas. Doscientos ocho son aforismos de treinta y cuatro autores,  como Bousquet, Bufalino, Gervaso, Spaziani o Mallet, y sólo un puñadito escaso más renombrados, como Valéry o Cioran. La mayor parte, unos seiscientos aforismos, son del poeta asturiano.

¡Nada más fácil de leer, frases breves y al grano! Eso es lo que cabría pensar, pero sólo en apariencia, porque requiere una lectura de continua interpretación y de mirada concentrada y atenta.

Empecé a leerlo como se lee normalmente un libro, golpe a golpe y verso a verso y con cierto ritmo, pero me daba cuenta de que conectaba con unos fácilmente y que otros me resultaban opacos, porque había que cambiar de esquema mental continuamente. Necesitaba pararme y escanearlos. Después de varias páginas, de una masa crítica de formas y mensajes recibidos, empecé a entenderlos en su goteo, concediéndoles distintos valores de gracia, fuerza y modalidad. ¿Qué había pasado?: que había encontrado la clave (mi clave interpretativa). Eran hilos, pero en una telaraña donde iba y venía un artrópodo hilador artista solitario: Fernando Menéndez, con algo de cínico ―en el sentido clásico: triturador de la cultura―, algo de epicúreo, algo de estoico, en suma, un hijo sincrético de su tiempo: apegado a un solo lugar, la búsqueda de la belleza, en el naufragio de la vida y el islote de la poesía, entre el absurdo y la esperanza de las pequeñas cosas dotadas de sentido, entre la candidez de mirar el mundo con sorpresa y la vehemencia hacia muy poco –el amor, la mujer, la libertad, la honestidad–, entre el equilibrio de la austeridad y la ley del deseo. Es decir, un completo desorden.

Pero toda esta anarquía, tan contemporánea, por otra parte, queda unificada por un colorido que lo envuelve todo: el escepticismo, en su sentido más certeramente filosófico, porque el escéptico clásico no sigue la anómala variedad pusilánime que se ha cansado de conocer, al contrario, tiene tanta ansía de conocimiento como cualquier académico, aunque repugna como ninguno los momentos dogmáticos, porque es sólo buscador incansable de aquellas pocas verdades personales y directas.

 Fernando navega en una agotadora ilusionante búsqueda de la belleza: «No hay nada después de la belleza». Pero la belleza no es la perfección: «Los tontos discuten sobre la perfección del mundo», y, además, no nos engañemos: «El amor, como la belleza, son sencillas nadas».

Desde su aforismo conmensura el horizonte de la muerte, siempre envolvente: «Nadie puede ocupar tu lugar, excepto la muerte». Pero hay aún mayores temores en vida, porque aunque «La muerte no te olvida nunca» «Temo a la soledad metafísica más que a la muerte» y para cerrar el paradójico vivir: «El vacío, con la muerte, se encamina a la plenitud».

Otro polo cardinal de su inquisición crítica lo dirige hacia Dios: a veces un torso materialista de Dios en «Dios sólo existe en la brújula», otras rompiendo el sentido en «Acaso Dios no procede del simio», otras reventando su teología en «De Dios a un monstruo hay sólo un paso» para convertirlo en mundano enigma en «Más conservador que el poder es Dios».

Junto a estos hilos visibles en la trama, muchos dedicados a romper las verdades metafísicas, otros risueños raptos amorosos y cálidas discretas y provisionales esperanzas, junto a pequeñas verdades que denuncian a la explotación, a la estupidez, al político y a la impostura: «Los políticos mienten diciendo la verdad» o «Hoy el arte más que arte es voyerismo».

Y todo, todo, transido de verdadero escepticismo, a veces sólidamente expuesto: «Un criterio: el relativismo crítico», o «Dedicarse a la utilidad de lo inútil», o «El pensamiento contra el pensamiento único», o «Del dolor y la razón nacen los hombres», donde la razón queda asimilada al dolor y viceversa. Fernando como poeta busca la belleza de lo efímero, de lo condensado, del juego entre decir lo mínimo y hacer del silencio la expresión de algún curioso secreto, y reducir el poema a un nombre y éste a un punto y éste a la ausencia, como él mismo dice en uno de sus aforismos.  Teniendo siempre en cuenta que «A veces el verso no tiene fondo, sino deseo».

Hay muchas otras interpretaciones posibles;  yo mismo constataba no agotarlas.  Y si «El hombre está hecho de puntos de vista a los que no puede renunciar», no quiero llevar a ninguna interpretación cerrada lo que allí fluye y prefiero ponerme a salvo porque «La estupidez de un crítico está en su convicción».

José Luis Argüelles entrevistaba a Fernando Menéndez para La Nueva España el pasado 21 de octubre, aunque ya un hábil, selecto y sutil blogero (Martín López Vega) lo descubría antes que nadie en: diariosderayuela.blogspot, con un muy fino y bello comentario.

En la literatura filosófico-poética del aforismo habrá que contar en adelante con este autor español  de tres libros de aforismos, cuyos «hilos» de ahora están muy a la altura de esos otros autores extranjeros ya consagrados. Puestos a hacer una selección de favoritos, algunos brillarían con la luz de los maestros de la palabra, en Fernando hiperbólicamente concentrada.


                                                                                            SSC
30 de octubre de 2008


Publicado en: «Fernando Menéndez: la araña escéptica tejedora de aforismos». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 818, pág. 4,  Oviedo, jueves, 30 de octubre de 2008. Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».